En el jardín de Mayo 54
Independientemente de sus sentimientos cambiantes hacia Vanessa, más allá de ese "acuerdo justo e igualitario" que habían sellado, Theodore consideraba que esto era una compensación más que razonable por aquel verano feliz.
Él la había engañado. Había disfrutado de su equivocación. Y Edgar, ignorante de la verdad, parecía conmocionado al creer que Theodore había hecho todo ese esfuerzo solo por amor.
—¿En serio? ¿Vas a invertir una fortuna en estas tierras miserables, pero te niegas a casarte con ella?
Theodore aflojó ligeramente su postura recta y se reclinó en el respaldo.
—Es una mujer que vale la pena, pero el matrimonio no me traería beneficios. Así estoy más que satisfecho.
—...¿Ella sabe que piensas así?
—No. Y no necesita saberlo.
Edgar, inusualmente sin palabras, miró a su primo con incredulidad.
—No suelo decir esto, pero... nunca imaginé que tú me obligarías a decírtelo:
—Dilo.
—No te arrepientas después, Theodore.
—......
—¿Qué?... ¿Por qué me miras así?
Edgar, con los brazos levantados como escudo, parecía ridículamente nervioso. Como si tuvieran siete años y estuvieran a punto de pelear.
—Llámame otra vez.
—¿Qué?
Confundido, Edgar repasó mentalmente su conversación antes de preguntar:
—¿Tu nombre? ¿"Theodore"?
—¿Por qué? Cuando tú lo dices, suena asqueroso.
—...Vaya.
Justo cuando Edgar buscaba una réplica, la puerta —cerrada hasta entonces— se abrió. Conde Essex, entrando apresurado, se sentó frente a ellos. Su rostro rollizo brillaba con una esperanza ingenua: ¿habría terminado bien las negociaciones?
—Disculpen la espera.
El conde se rascó la cabeza (ya escasa de cabellos) antes de continuar:
—Nuestra posición es... comprensible. Si Su Gracia invierte tanto en el desarrollo del sur, ¡por supuesto que venderemos las tierras casi regaladas! Pero... ¿acaso un feudo es una propiedad cualquiera? Nuestra familia lo ha custodiado por generaciones...
—Supongo que tiene un precio en mente.
—Bueno... sí. Nuestro asesor llegará pronto con los términos. Conde Somerset estará aquí en diez minutos.
—Perfecto.
Theodore cerró su reloj de bolsillo con un clic sonoro. Diez minutos eran suficientes para evaluar a un hombre. Cruzó las piernas con elegancia y entrelazó los dedos sobre ellas.
Ese simple gesto desprendía una autoridad impropia de su juventud.
—Entonces... ¿empezamos con los negocios?
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—Ya lo sabe, milady. El testamento se redactó como escritura pública y el registro fue impecable. No entiendo sus objeciones.
Vanessa mordisqueó su labio con nerviosismo mientras ajustaba el auricular. Aquella voz profesional al otro lado de la línea la hacía sentirse como una niña caprichosa montando un escándalo injustificado.
—No cuestiono la validez del documento. Solo deseo consultar un asunto con el notario que lo certificó. Era cercano a mis padres.
—Me temo que no puedo ayudarle en eso.
—Solo necesito su dirección.
—Si busca verificar al notario, acuda al tribunal del condado. Allí constan nombre y residencia del abogado que firmó, sin omisiones.
—Ya revisé todo eso.
—¿...Todo?
Vanessa enderezó la espalda como si el interlocutor pudiera verla a través del teléfono. No dejaría que notaran su inseguridad.
—Georges Héder. Desaparecido. Soltero. Sin familiares conocidos. Su oficina registrada cerró hace años. Y...
Tras escudriñar archivos polvorientos en el tribunal de North Somerset, había encontrado ese único hilo. No podía dejarlo escapar. Vaciló antes de continuar con cuidado:
—Durante su época como asesor de mi familia, usted también registró la misma dirección como su despacho.
Un suspiro áspero del abogado, seguido de ruido estático. Vanessa alejó el auricular un instante, pero lo apretó de nuevo con desesperación.
—¿Sabe cuántos abogados comparten despacho?
—Pero pocos intercambian cartas de recomendación. Fue por la de Héder que lo contratamos. ¿O me equivoco?
—¿Cómo diablos encontró...? No importa. No es secreto. Pero no tengo más que decir sobre él.
—Según mis investigaciones...
—Lady Vanessa.
La voz del abogado, cargada de fatiga, la interrumpió. Era el tono de quien aguanta por respeto al sobrino de su empleador, pero que preferiría colgar.
—Dado su apuro, seré franco: compartimos oficina medio año por pura coincidencia. Ni siquiera conversábamos.
—¿No lo volvió a ver?
—Lo juro ante Dios. ¿Satisfecha?
—Una última pregunta...
Vanessa desenredó el cable del teléfono que había retorcido inconscientemente mientras insistía:
—Verifiqué que tres abogados estaban registrados en esa oficina entonces: usted, Señor Héder... y él. Me dijeron que fue el primer abogado de nuestra familia. Pero los archivos sobre él fueron borrados por solicitud. Según la ley, después de cinco años de despido...
—¿Sabe el conde que anda investigando estas cosas?
—Todavía no.
Ignoró el punzante remordimiento. La pregunta del abogado sonaba a reproche: ¿Cómo osas sospechar de tu propia sangre? Aunque quizá no era su intención.
—Sé que pido demasiado. Pero esto es crucial para mí. ¿Podría entenderlo?
El silencio se prolongó. Solo el sonido intermitente de la respiración le indicó que no habían cortado.
Vanessa apretó el relicario de oro que colgaba de su cuello. El joyero había confirmado esa mañana: era oro auténtico, imposible que fuera falsificación.
'Una herencia de alta burguesía o nobleza, sin duda......'
Desde entonces, no había podido pensar con claridad.
'Podría haber algo sobre la muerte de mis padres que desconozco'
Su sospecha se confirmó al visitar la comisaría para buscar otra vez al vagabundo. Los agentes, desconcertados, juraron no haberlo custodiado ni conocer a oficiales con esa descripción.
'No hubo patrullas esa mañana. No hay registros.'
'Si necesitaba dinero, ¿por qué no lo vendió antes?'
Solo había una respuesta: era objeto robado. Venderlo lo delataría. Tampoco podía deshacerse de él, por eso lo llevaba años consigo, sin repararlo bien. De no ser por esa bisagra suelta, nunca lo habría recuperado.
Dudar de que fuera de sus padres era ridículo. ¿Qué probabilidad había de que una joya idéntica a la de su memoria llevara justo la inicial de su madre? Y el retrato dentro...
Cortó sus pensamientos. No era momento para divagaciones.
—Quiero información sobre ese abogado. Solo un nombre y dirección. No lo molestaré más. Lo juro por mi nombre.
—¿Por qué busca a un antiguo empleado? Sabe que las mujeres no heredan tierras ni títulos.
—Está... relacionado con un cuadro que mis padres encargaron. No puedo dar detalles.
La estática regresó. Vanessa, súbitamente nerviosa, sujetó el auricular con ambas manos.
—¿Hola?
—...Le daré el nombre y dirección.
—Espere.
Tomó apresurada una hoja limpia, empapó la pluma en tinta y atrapó el teléfono entre su hombro y mejilla.
—Lista...
—Vizconde B. Dawson. Si no se ha mudado, sigue en el 427 de Retegga. Retirado hace años, ya no acepta clientes.
—Retegga... 427... Muchas gracias.
Al escuchar su sincero agradecimiento, el abogado resopló, como lamentando haberse involucrado.
—Recuerde: si el conde pregunta, yo nunca le di ese nombre.
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