BEDETE 116






BELLEZA DE TEBAS 116





Eutostea miró a Ares y preguntó:  


—¿Estás bien?  

—Estoy bien.  

—No pareces estarlo.  

—Es solo que tengo la barba crecida.  


Ares se acarició su espesa mandíbula.  


—¿Y por dentro, cómo te sientes?  

—No soy tan débil con el alcohol. No te preocupes, Eutostea.  


Ares tenía el rostro demacrado y se frotaba el cuello como si haber dormido encorvado le hubiera pasado factura. Eutostea pensó que él era mucho más débil con la bebida de lo que admitía. Solo había que ver a Hades: había regresado con el rostro fresco, sin señales de resaca, mientras que Ares aún despedía un leve aroma a alcohol y tenía los ojos cargados de fatiga.  


—Si tú dices que estás bien, entonces lo estarás.  


Eutostea pensó en la cantidad de barriles que los dos dioses habían vaciado la noche anterior. Si decía algo más, sentía que sonaría como un regaño, así que prefirió cerrar la boca. No quería que Ares la reprendiera diciendo que era más regañona ahora que en vida.  

Hades le había dado a Eutostea un pase dorado que le permitía entrar en su bóveda. Tenía un agujero por donde pasaba un largo cordón rojo, que cuando se lo ató a la cintura, quedó de la medida justa.  

Hades le preguntó si sabía limpiar. Eutostea respondió con sinceridad que no tenía un talento especial para barrer o pulir, pero que lo haría con diligencia. El Señor del Inframundo sonrió.  


—No hay necesidad de que todo brille. No hay nadie a quien mostrarle esto. Solo asegúrate de que las cosas estén en su lugar. Hazlo a tu criterio, pero no toques los objetos malditos. Solo obsérvalos.  

—Sí.  

—Bueno, realmente no importa si los tocas, pero serás tú quien sufra las consecuencias. Te lo advierto de antemano.  


Luego, dirigiéndose a Tánatos, ordenó:  


—Tánatos, llévala hasta la bóveda.  


Hades sonrió como un niño travieso que acaba de empezar un juego. Para él, el tiempo en el Inframundo transcurría de forma lenta y monótona, como si colocara en fila muñecos de metal fundido idénticos. Los visitantes ocasionales que causaban pequeños accidentes o emprendían aventuras inesperadas le proporcionaban un raro entretenimiento.  

Le divertía pensar en cuánto podría sorprenderlo aquella mujer humana que su sobrino protegía con tanto fervor. Así que le entregó la llave de la bóveda sin pensarlo demasiado y hasta le asignó un guía.  

Después de todo, Hades era posiblemente el dios más rico, incluso más que su hermano menor, que se sentaba en el resplandeciente trono del cielo. Si la mujer decidía huir con la llave, ni siquiera parpadearía. Es más, si lograba robar algo, la situación se volvería aún más interesante.  


—……  


Ante la orden de Hades, una oscura figura que había permanecido inmóvil se deslizó silenciosamente. Era el dios de la muerte, el de las alas de bronce, que había guiado a Eutostea hasta el Inframundo.  

Hoy también llevaba una máscara de cuervo. La última vez, su máscara había sido completamente blanca, pero esta vez era de un tono dorado. Cubría su rostro y cuello de manera tan meticulosa como una máscara mortuoria egipcia, moldeada a partir del rostro del difunto faraón.  

Bajó suavemente del pedestal, sus alas de bronce, tan grandes como él mismo, se movieron con un sonido chirriante.  


—¿Vendrás con nosotros?


preguntó Tánatos a Ares.  

Su voz no era tan escalofriante como Eutostea esperaba. Un tono grave y profundo que resonó en el suelo.  


—Sí. Mientras esté aquí, permaneceré con Eutostea.  


Tánatos asintió y los condujo a la entrada de la bóveda subterránea.  

Las estructuras que los rodeaban parecían cortadas con un cuchillo. A medida que descendían, el suelo, las paredes y el techo estaban revestidos con mármol de color marfil. La arquitectura se asemejaba a la del palacio celestial de Ares.  

Las musas de Eris habían decorado las paredes del palacio de Ares con tapices que representaban sus hazañas. En cambio, aquí, en la bóveda, se exhibían esculturas de mármol. Eran figuras de personas condenadas por los crímenes que cometieron en vida.  

Las expresiones de sus rostros, las arrugas, los pliegues de la ropa y la definición de los músculos eran tan detalladas que parecían listas para cobrar vida y moverse en cualquier momento.  

Eutostea se detuvo ante una estatua colosal de Atlas, quien sostenía sobre sus hombros la enorme esfera que representaba el cielo. Para ver la parte superior, tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás. Su rostro, deformado por el esfuerzo, estaba esculpido con una precisión impactante, capturando cada gota de sudor y cada rastro de fatiga.  

Sobre la esfera, sentado con aire despreocupado, estaba Zeus, con una expresión altiva, como si se burlara del sufrimiento de Atlas. Aunque su figura era más pequeña en proporción, su mirada condescendiente resultaba irritante.  

A lo largo del camino hacia la bóveda había muchas estatuas similares, lo que hizo que la caminata no fuera aburrida.  

Dos gigantes custodiaban la entrada de la bóveda. Despedían un hedor nauseabundo y vestían harapos que apenas cubrían lo esencial. Unos grilletes de bronce ceñían sus tobillos, aunque su mirada apática dejaba en claro que no tenían la menor intención de escapar. Más que seres vivos, parecían esculturas.  

Cuando vieron el pase dorado en la cintura de Eutostea, su actitud cambió. No mostraron señales de agresión, sino sumisión. La puerta, que hasta entonces había permanecido herméticamente cerrada, se abrió por sí sola.  

La bóveda era un océano de oro y joyas. Filas de tesoros se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El resplandor rojizo de las piedras preciosas y las torres de oro recordaban el reflejo del sol poniente en un río teñido de carmesí.  

¿Cuánto valdría todo aquello? ¿Sería siquiera posible calcularlo?  

Ahora entendía por qué Hades era llamado "Plutón", un nombre similar al del dios de la riqueza, Pluto.  

Incluso dentro de la bóveda había esculturas, hechas de los minerales y piedras preciosas más raros. Hasta la fuente estaba hecha de oro.  

En lo alto, una cornucopia derramaba una lluvia de monedas de oro, que caían como pétalos de una flor. Sostenía el cuerno una estatua de la diosa de la paz, Eirene, representada como una mujer sensual.  

A su lado, el pequeño dios del amor, Eros, con sus blancas alas desplegadas, se aferraba a su cintura, como si buscara beber la leche que brotaba de su pecho.  

También había armas. Lanzas, cascos, armaduras. Ares se fijó especialmente en ellas.  


—Esto es…....


Él descubrió algo y tragó saliva. En la dirección en la que Ares estaba mirando, solo había un soporte de madera para colgar un casco.


'¿Por qué? No hay nada ahí, Ares'

—Debe parecerte que no hay nada. Ese es precisamente el poder de este casco.

'¿Un casco?'

—Sí. Es un tesoro único en el mundo, el casco llamado Cūneē, perteneciente al señor Hades. Quien lo lleve puede ocultar su existencia por completo, ya sea de los vivos, de los muertos o incluso de aquellos con un agudo sentido para percibir presencias.


Cūneē era un tesoro que Zeus codiciaba enormemente. Al poder volverse invisible en cualquier momento, no tendría que molestarse en transformarse en un toro, un ganso o un león; solo con ponerse el casco, todo sucedería según su voluntad. Y lo que haría con esa máscara era obvio. Hades conocía demasiado bien a su hermano menor y nunca prestó oído a sus súplicas para que se lo dejara usar.


'Aunque no se vea, el polvo se ha acumulado'


Eutostea notó que la base del casco estaba cubierta de una fina capa de polvo gris y, sin pensarlo, extendió la mano para limpiarla. Dado que el casco era un objeto que ni podía ver ni parecía posible tocar, su intención era simplemente cumplir con su deber de custodiar la bóveda y limpiar el polvo acumulado en el soporte.  

Tanatos la detuvo apresuradamente.  


—No lo toque. No cualquiera puede hacerlo. El señor Hades ha impuesto una condición: solo quien ofrezca algo de valor equivalente a Cūneē podrá tocarlo. Como usted no posee nada, si intenta tocarlo, la maldición se activará y desaparecerá de inmediato.  


Ese precio… Como no poseía nada, lo más valioso que tenía era ella misma. La aniquilación de su alma. Eutostea estuvo a punto de morir por segunda vez por un acto impulsivo.


'Gracias por la advertencia. El polvo… puedo limpiarlo en otro lado'


Se alejó dos pasos del soporte del casco, sudando frío.

Tanatos continuó señalándole uno por uno otros objetos importantes que no debía tocar. Todos ellos estaban malditos con terribles conjuros. Eutosteia, al recibir la única herramienta de limpieza disponible 'un trapo parecido a los que las almas usaban para fregar agua sucia', decidió que lo mejor sería comenzar por la fuente de la entrada. Allí, al menos, abundaban las monedas de oro. Contarlas mientras las limpiaba probablemente le tomaría una década.

Cuando Tanatos se fue y la puerta de la bóveda se cerró, Ares habló.


—¿Necesitas ayuda?


Ares levantó un trapo de los que estaban apilados a sus pies, como si también estuviera dispuesto a limpiar.


'No, aún debes estar algo resaqueado. Mejor descansa un poco, Ares. Yo voy a dar un vistazo para decidir por dónde empezar. Por cierto, ¿cuánto se tarda en llegar al final de este lugar? ¿Acaso tiene un final? Parece inmenso…'

—Si te adentras demasiado, te perderás para siempre.

'Sí, también lo pensé. Me quedaré en un área donde aún pueda ver la entrada. Ya memoricé los objetos que no debo tocar… Sí, creo que lo mejor será sentarme y contar monedas de oro'


Eutostea señaló la amplia fuente donde se erguía la estatua de una diosa y le preguntó a Ares:


'¿Quieres sentarte conmigo?'

—Si te hago compañía, al menos no te aburrirás. No soy bueno conversando, pero algo es algo.

'Sí. Háblame de algo, Ares. Por ejemplo, cómo era yo cuando estaba viva. ¿O es un tema difícil?'

—…¿Quieres recuperar tus recuerdos?

'¿Ocurriría algo malo si los recupero?'


Ares la miró como si se preguntara por qué decía eso.


'Tú lo insinuaste'

—…...

'Pero, ¿acaso un alma que ha perdido sus recuerdos puede realmente recuperarlos? ¿Está este mundo diseñado para que sea tan fácil recordarlo todo? Dijiste que el inframundo se rige por reglas distintas a las de la superficie. ¿Crees que, solo porque me cuentes un poco sobre mi vida pasada, todos mis recuerdos reprimidos emergerán de golpe? ¿Como por arte de magia? ¿Como un milagro? No tengo expectativas, Ares. Solo quiero escuchar tu voz mientras limpio. Por eso te pedí que hablaras'

—En ese caso, cambiemos de tema.

'De acuerdo. Si eso te resulta más cómodo. ¿De qué hablaremos?'

—¿Te gustan las historias?

'Sí. Me encantan'

—Entonces te contaré la historia de la estatua de esta fuente: la historia de cómo dos dioses de la guerra lucharon durante 90 días por el derecho de reclamar a la diosa de la paz.

'¿90 días?'

—Sí. Recuerdo cada día con detalle, así que no nos faltará material para conversar.


Una historia de guerra podría resultar aburrida. Ares observó con cautela la reacción de Eutostea. Ella seguía limpiando monedas de oro, frotándolas con un paño y apilándolas en torres de diez sobre la baranda de la fuente.  

Sin embargo, ella escuchaba su historia con genuino interés. Al fin y al cabo, las tragedias y epopeyas que se contaban en el mundo humano solían girar en torno a la guerra de Troya y los héroes y dioses involucrados en ella.  

Lo que Ares le contaba era el relato de una batalla entre la diosa Atenea y el dios de la guerra, Ares, una lucha de 90 días entre dos divinidades con egos igual de grandes. El narrador era el propio dios de la guerra, que llevaba su mismo nombre y compartía su feroz temperamento.  

Como era una historia que nunca antes había escuchado, al final, Eutostea lo escuchaba con el ceño fruncido, completamente absorta en su relato, sin darse cuenta de que el protagonista estaba justo frente a ella.  


'Entonces, ¿quién se quedó con la diosa de la paz?'

—Nadie. Ambos sufrieron enormes pérdidas y tuvieron que retirarse.

'¿Por qué?'


Ares señaló la estatua del niño Eros abrazando la cintura de Ares.


—Porque ni la victoria ni la derrota en una guerra pueden traer la paz. Solo el amor logró conquistarla.

'Ah, eso es un poco injusto. ¿No será que la diosa se sintió atraída porque Eros tenía el aspecto de un bebé?'

—No. Ares solo siguió el camino que dictaba su corazón.

'¿Y qué pasó con los dos dioses que pelearon durante 90 días?'

—Bueno, cada vez que se ven, siguen mostrándose los dientes con hostilidad.


¿Así que era una historia con moraleja? Al final, la guerra solo traía pérdidas, sin importar quién ganara o perdiera. Eutostea sintió lástima por los dos dioses de la guerra que lucharon durante 90 días solo para irse con las manos vacías. No eran muy diferentes de las almas errantes del inframundo, desperdiciando tiempo y esfuerzo sin obtener nada.


—Creo que por hoy hemos cumplido la cuota.


Ares miró la pila de monedas de oro junto a ella.


'Aún queda mucho, Ares. ¿Cuándo terminaré esto?'


Eutostea miró las monedas esparcidas por el suelo de la fuente. A simple vista, calculó que habría al menos tres mil. Ares se acercó y, de repente, empujó una de las torres con la palma de la mano. Las monedas bien apiladas cayeron al suelo, y en ese instante, un cuerno en la fuente escupió una nueva tanda de monedas, cubriendo por completo las anteriores. Ahora no podía distinguir cuáles había limpiado y cuáles no.


—Cada hora caen nuevas monedas. No importa si te tomas un descanso; cuando regreses, todo seguirá igual.

'¡No me avises después de haberlas tirado! Me costó mucho apilarlas…'


Eutostea lo miró con reproche. Ares, con una sonrisa incómoda, cambió de tema.


—Vamos al jardín. Está lleno de flores que solo crecen en el inframundo. Al menos será un buen espectáculo.

'¿Flores en el inframundo? ¿Pueden florecer sin luz del sol?'


Recordó las almas que custodiaban las colmenas vacías al cruzar el puente en la carreta.


—Son raras, pero algunas flores florecen aquí abajo. Dicen que la más hermosa es el narciso púrpura. Es diferente a los narcisos de la superficie, su color es único. Pero aquí las flores no tienen aroma.

'No importa. Desde que morí, mi sentido del olfato se ha vuelto insensible'


Dobló con cuidado el paño que había usado para limpiar las monedas y lo guardó junto a la fuente antes de seguir a Ares.  

Él, que había salido primero, se detuvo frente al guardián de la bóveda y miró hacia atrás para asegurarse de que lo seguía. Eutostea cerró lentamente la gran puerta dorada, de la que aún se filtraban finos rayos de luz.  

Sin hacer ruido, caminó hasta situarse a su lado. Solo entonces, Ares comenzó a moverse de nuevo.

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