BATDIV 48








BATALLA DE DIVORCIO 48



—No es que no haya sabido leerlo.



[Son para ti. Por el nuevo comienzo de Daisy. —Maxim von Waldeck—]



Daisy recordaba cada palabra de la nota al pie de la letra. Había releído esas breves líneas una y otra vez, por si acaso se le escapaba algún significado oculto entre líneas.

No era que lamentara el divorcio, simplemente quería cumplir con su deber de manera meticulosa.

'Basta. No necesito preguntar de nuevo y confirmar lo obvio'

Su mirada se apagó.


—¿No la viste?


No sabía si era despistado o si lo hacía a propósito para insistir en el tema.

Maxim, imperturbable, volvió a preguntar.

Ahora entendía por qué odiaba tanto que él insistiera así.


—La vi.

—¿Y?

—Solo quería agradecerte. Por los zapatos.


Al confirmar que había leído la nota, una expresión de alivio cruzó el rostro de Maxim.


—Me preocupaba que no te quedaran bien. ¿Te van bien?


¿En serio? ¿No puede ver que los llevo puestos?

Al ver su expresión de falsa preocupación, un nuevo arrebato de irritación la recorrió.


—Sí, como puede ver.


Con esa respuesta, el vals terminó.

Daisy se separó de Maxim, alineó las puntas de sus zapatos, recogió el vuelo de su vestido e hizo una cortés reverencia.

Me divorciaré. Definitivamente, me divorciaré.

Que ese bastardo codicie el matrimonio y el adulterio a la vez, o lo que sea. Ella no quería seguir enredada en este caos exasperante.

Se repitió la decisión una y otra vez en su mente.

¿Qué esperabas de un maldito degenerado? Desde el primer beso ya estaba desabrochándome el corsé, qué asco.

Por un momento, se sintió como una tonta por haber sentido incluso un atisbo de culpa por considerarlo su esposo.

Así terminó el primer—y último—vals que bailaría con su marido.


—¿Una pieza más?

—No, gracias. Necesito ir al tocador.


Seguro no me seguirá ahí. Por muy pervertido que sea, parece que al menos en palacio le importa guardar las apariencias.


—Max.

—¿Mmm?

—También le deseo éxito en su nuevo comienzo.


Daisy le devolvió las mismas palabras que él le había escrito en la nota.

Era un mensaje claro: «Entiendo sus intenciones, estamos de acuerdo mutuamente, así que vaya y sea feliz lejos de aquí.»

Liberación.

Con ese falso cumplido como broche final, Daisy se liberó de Maxim.

En el pasillo, se encontró con un sirviente que llevaba una bandeja de champán y tomó una copa.

Tenía la garganta seca. El pecho, oprimido.

Como si algo la estuviera aplastando. Estaba al borde del colapso.

Era un malestar que había comenzado justo cuando empezó a sospechar de la infidelidad de Maxim.

Los zapatos, aunque le quedaban, le rozaban el talón por ser nuevos. Solo quería quitárselos y descansar.

'Un momento acostada y me sentiré mejor'

Daisy dobló la esquina y se dirigió a la sala común de mujeres que había en un lateral del palacio.

















⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

















Daisy se quedó sentada, con los zapatos quitados, enfriando sus pies hinchados. La sala de descanso estaba vacía.

En el salón, la fiesta estaba en su apogeo: todos bailando en parejas, bebiendo y charlando, demasiado ocupados como para prestar atención a nada más.

Era mejor así, sin nadie alrededor.

Si hubiera alguien, no se habría atrevido a quitarse los zapatos por miedo a llamar la atención.


—Ay, duele…


Daisy bajó la mirada para revisar la parte trasera de su tobillo.

Parecía que le hubieran mordido la piel. ¿Sería por llevar tanto tiempo esos tacones altos por primera vez? Al quitárselos, descubrió ampollas y rozaduras en los talones. Del otro lado, hasta había sangre.

Tomó el pañuelo que Mary Gold le había dado y lo presionó suavemente contra la herida.



[MEL]



Ah, claro. Las iniciales bordadas. Un detalle tierno y minucioso, inesperado para alguien de su apariencia robusta.

Daisy apreciaba a Mary Gold, torpe pero de corazón puro. Sabía que, tras el divorcio, quedaría sin trabajo, pero no dudaba de que, gracias a su talento, sería bien recibida en cualquier lugar.

'Se manchó de sangre. Tendré que lavarlo antes de devolvérselo'

O quizás sería mejor comprarle uno nuevo. Enrolló el pañuelo y lo envolvió alrededor de su tobillo como una venda improvisada. No quería manchar esos costosos zapatos con más sangre.

¿Para qué me puse estos zapatos tan llamativos, si ni siquiera combinan conmigo?

Pero, maldita sea, eran horriblemente hermosos. Un cruel contraste con sus pies inflamados y enrojecidos.

Era lo peor.

No era que los zapatos fueran malos, claro. Eran de la mejor calidad, con incrustaciones de joyas y tacones firmes. Quizás fue precisamente su alto precio lo que le permitió seguir caminando con ellos tanto tiempo.

Así que, en realidad, el problema no eran los zapatos, sino la persona que se los había puesto.


—¿A quién diablos le gustaría esto?…


Daisy lanzó uno de los zapatos contra el suelo con rabia.


—No los quiero.


Miró fijamente el zapato, ahora tirado y torcido a lo lejos.

La irritación le nubló la vista con lágrimas. ¿Por qué sus emociones eran tan inestables últimamente? Incluso ella misma se sorprendía de su propia irracionalidad.

Maldición… hasta desde aquí se ven ridículamente hermosos.

Al final, los zapatos no tenían la culpa. Daisy se secó los ojos con el dorso de la mano y fue a recoger el zapato despreciado.

Lo colocó cuidadosamente frente a ella. Odio al hombre, pero no al regalo.

Si al final no recibía suficiente compensación por el divorcio, al menos podría vender estos zapatos.

Estaba decidida a quedarse con ellos. La nota de Maxim serviría como prueba de propiedad… y, por el tamaño de los zafiros, estaba segura de que solo las piedras valdrían una fortuna.


—Espero que no se haya rayado… snf… hics…


Daisy examinó los zafiros bajo la luz, buscando arañazos. Afortunadamente, estaban intactos. Sopló suavemente sobre las gemas y las limpió con el borde de su vestido.

'No debería desquitarme con objetos inanimados'

Como recordatorio, abrazó los costosos zapatos contra su pecho y flexionó los dedos de los pies.

El aire fresco aliviaba el ardor, pero al mismo tiempo, las rozaduras escocían tanto que le provocaban escalofríos. No quería volver a calzarlos. Ni siquiera podía imaginarlo.

Ojalá pudiera usar magia para teletransportarme a casa.

No, mejor aún: ojalá pudiera volver al orfanato.

Tendría que sobrevivir al tedioso proceso de divorcio que la esperaba. Solo pensarlo la agotaba.


—Recupérate, Daisy. Esto es lo que querías.


Se animó a sí misma en un susurro.

Entonces, alguien llamó a la puerta. —¡Toc, toc!

Daisy se sobresaltó, secándose rápidamente las huellas de lágrimas.

El salón de damas era un espacio compartido; no podía acapararlo indefinidamente. Si ven a la Cenicienta de Teresé lloriqueando con sus zapatos de cristal ensangrentados, se reirán de mí.


—¡S-sí!


Ni siquiera necesitaba responder, pero la palabra escapó antes de que pudiera detenerse.

Apretó los dientes y volvió a meter los pies en los zapatos.

Pero la persona que entró era inesperada.


—Aquí estaba.


Era el mismo hombre que había intentado sacarla a bailar antes… y al que había evadido.


—¿Qué quiere?

—Sé que antes me protegió deliberadamente. Gracias.

—Ah, sí…


Debería agradecerle. Me salvó de ese lunático. Casi un salvador.

Pero, ¿había venido hasta aquí solo para eso? Le resultaba extraño, pero no tenía energía para indagar.


—Bueno, descanse.

—Espere.


El hombre bloqueó su camino cuando intentó salir.


—¿Soy el único que lo siente?

—¿Eh?

—Que esto es destino.

—…No. Yo no.


Lo siento, pero eso lo sientes solo tú.

Cuando intentó esquivarlo, él le agarró la muñeca.


—¿Qué hace?

—Debe ser difícil. Ser la esposa de un héroe… y tan sola.

—¿Y?

—Podría aliviar esa soledad.


…No, gracias.

Estaba demasiado ocupada con su inminente divorcio como para sentirse sola.


—Pase a la siguiente.

—Qué aburrida. Ya estaba jugando.


De repente, la empujó contra la pared, sujetándola con fuerza.

¿En serio, mocoso? ¿Qué mierda te pasa?

Podía noquearlo con un solo golpe, pero debía ser estratégica: ¿arriesgaría exponer su verdadera identidad si lo hacía?




¡BANG!




La puerta se abrió de golpe, proyectando una larga sombra.

Maxim von Waldeck estaba al otro lado, con la mirada vacía y gélida.

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