EEJDM 48








En el jardín de Mayo 48





—¿Estabas llorando?


Ella se apresuró a secar las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Tan absorta estaba en sus pensamientos que no había notado su llegada. Quizás las criadas holgazanas no se molestaron en anunciar su regreso como debían...


Louise Winchester recibió el beso de su marido sin moverse del tocador donde estaba sentada.


—¿Y los niños?

—Los gemelos están tan saludables como siempre. Y hermosos, como tú.


"Como tú" y "hermosos". Louise sintió el filo oculto en sus palabras. Él siempre era así: ya fuera al halagar o al reprochar, nunca soltaba del todo la daga.

Louise observó su reflejo en el espejo con extrañeza. Su cabello rojo, que caía en cascada hasta la cintura, y sus ojos verdes seguían siendo atractivos, a pesar de los años. Aunque las preocupaciones recientes habían marcado leves arrugas alrededor de sus ojos... Suspiró.


—No bromees.

—¿Crees que bromeo?


Marqués Winchester rio, besó nuevamente su nuca y se dirigió hacia la consola. Movió la botella de whisky con gesto despreocupado. Louise lo miró con inquietud.


—Cisy vino esta mañana.

—Qué bien. Podrías haber ido de compras con ella.

—Debería haberlo hecho. Pero hoy no estaba de humor...


El Marqués aflojó su corbata y soltó una risa brusca.


—Dicen que las mujeres caen en depresión cuando sus hijos se casan. Nunca pensé que mi esposa sería una de ellas.

—Dios mío, Henry. No es eso. Blair me ha dado tanta paz...

—Ese niño siempre ha sido terco. Sabía que al final cederías ante su obstinación.


Louise intentó ocultar su conmoción, pero fue inútil: su palidez repentina lo delataba. El marqués bebió un trago y sonrió con ironía.


—No entiendo por qué desapruebas tanto a Vanessa.

—Tú lo sabes. Su reputación...

—Vanessa es una buena chica. Ambos lo sabemos.

—...Ese no es el problema.


Louise mordisqueó su labio con nerviosismo, estudiando el rostro de su esposo. Cuando un fino hilo de sangre asomó en su boca pintada, él actuó. Con el pulgar, separó sus labios apretados.


—Estás sangrando, Louise.

—Déjame. Hoy no estoy de humor para esto...


No pudo terminar su rechazo antes de que sus labios fueran devorados. Su falda fue levantada; la ropa interior y la liga, desechadas. Louise intentó resistirse, empujándolo un par de veces, pero al final rodeó su cuello con los brazos. Sabía por experiencia que cuando él se ponía así, era mejor ceder: así terminaba más rápido.

El sexo en estos momentos se parecía más a un castigo.


—Ah, Henry...


Sus dedos se deslizaron dentro de ella, ya húmeda. Él entrecerró los ojos, burlón.


—Dijiste que no querías.

—Sí, pero... mejor rápido...

—No estás lo suficientemente mojada. Agárrate a la mesa.


Louise obedeció, levantándose la falda mientras se aferraba al mueble. El marqués la observó un instante, como admirándola, antes de azotar su nalgada blanca con la palma.

Un gemido escapó ante el dolor repentino. Louise solo deseaba que todo terminara pronto. En momentos como este, Henry no era el esposo gentil que conocía, sino un tirano. La vergüenza le nublaba la razón.

¿Cómo llegamos a esto?

El origen de su infortunio era claro: esa noche de baile de máscaras, a los veinte años, cuando supo que el hombre que amaba en secreto le había propuesto matrimonio a su mejor amiga. Celosa y con el corazón en llamas, intoxicada por el alcohol y alguna poción, le confesó sus sentimientos ocultos. Olvidó por completo que ya estaba comprometida con Henry.

Así lo sedujo. Una sola noche habría sido suficiente. Creía que con ese recuerdo podría vivir el resto de sus días, feliz. O al menos, eso pensó... hasta la mañana siguiente, cuando descubrió que no había pasado la noche con él, sino con su hermano menor. Un mes después, su menstruación cesó.

Aunque nunca había sido regular, el miedo la consumió día a día. Wyatt se burló, negando que el hijo fuera suyo. Y al día siguiente, huyó con una criada cualquiera. Sumida en la desesperación, Louise, incapaz de soportar la culpa, le confesó a Henry que probablemente llevaba el hijo de otro hombre.


—¿Quién más lo sabe?

—Nadie... Solo tú y ese hombre.

—Entonces el matrimonio seguirá adelante.


La voz de Henry era fría, pero cargada de una extraña posesividad.


—Si hay un niño en tu vientre, ya es mío. Así que dale a luz, Louise. Y pasa el resto de tu vida a mi lado, expiando tu culpa.


En aquel entonces, su esposo había sido su salvador. Al principio, solo sintió gratitud. Después de dar a luz a los gemelos siete meses después de la boda, abría las piernas cada vez que él lo exigía: en el palco de la ópera, en los pasillos de los bailes, en plena luz del día en el salón de recepciones...

Pero, por desgracia, entre ellos ya no nacían más hijos. Hasta que, una década después del matrimonio, tras escuchar algo del médico... Henry se volvió un poco más brutal en la intimidad.


—Blair dijo que pasará la luna de miel en el sur después de la boda.


Louise alzó el rostro, enrojecido por el ardor.


—Me opuse desde el principio... Todo por tu permiso para que los niños vivieran en Somerset...

—No me molesta que los niños se relacionen con Vanessa.

—A mí sí. Si no hubieras cedido ante su terquedad...

—Me encanta verte desesperada.

—Qué... ah... mal gusto tienes...


Con un gemido ahogado, Louise aferró con fuerza el borde de la mesa mientras su esposo se movía con impaciencia.


—¿Crees en eso de que la sangre reconoce instintivamente a la sangre, Louise?


Su voz, repentina, tenía un dejo de burla.


—Me pregunto si nuestros hijos reconocerán a su verdadero padre.


Nuestros hijos. Era casi una provocación. Henry nunca había preguntado por lo ocurrido aquel día, y con el tiempo, ella misma había llegado a creer que los gemelos eran suyos... hasta que Blair eligió a Vanessa como su esposa.

Era impactante descubrir esta faceta sádica de su marido. ¿Cómo podía saberlo todo y aún así...?


—Ingenua. ¿Creíste que no me daría cuenta, con lo mal que lo ocultaste?


Sus pensamientos se interrumpieron cuando un grito agudo escapó de sus labios. Henry, satisfecho, sonrió y mordió su nuca con fuerza, como si quisiera proclamar al mundo qué clase de mujer libertina era.

Dos días después, en el evento social al que asistirían, ella llevaría un vestido que dejaba su nuca al descubierto... uno que él mismo había elegido.

Al final, Henry recorrió con dedos satisfechos las marcas rojizas en el cuello pálido de Louise.


—Qué suerte que los niños se parezcan solo a ti.

—Henry... ah... por favor, basta.

—A veces incluso siento que son de mi sangre. Se parecen tanto a ti, los crié con mis propias manos.


La mano de Louise, con uñas afiladas en un último acto de rebeldía, fue aplastada contra la mesa. "Si no fuera así, ¿en qué me diferenciaría de esos idiotas que enloquecen por sus amantes y les heredan toda su fortuna?", susurró él junto a su oreja, con una crueldad inigualable.

Cuando Louise se desplomó, sin fuerzas, él ajustó su agarre en su cintura y empujó hacia adentro unas cuantas veces más, riendo.


—Blair será mi sucesor perfecto. Siempre que no olvides tus deberes como esposa.

—Ah...

—Te amo, Louise. Más que a nada.


Ella gimió débilmente y cerró los ojos. Su esposo la había salvado, pero no la había perdonado. Y nunca lo haría.

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