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Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 260

REGRESO A CASA (16)




Desde entonces, se unieron sin descanso, día y noche. En Kassel, desapareció cualquier rastro de duda cuyo origen no podía comprender, y ella lo deseaba aún más que antes. Siempre que la puerta se cerraba y quedaban solos, el deseo surgía como si los hubiera estado esperando.

En la terraza al amanecer, en el comedor a primera hora de la mañana, junto a la ventana de la biblioteca con la luz del atardecer, en el invernadero de cristal iluminado por el sol del mediodía, en el baño por la noche, en su armería… Inés no prestaba atención a si él la sentaba sobre su regazo o sobre la mesa de juego de cristal, bañada por la luz del techo de vidrio. Y Kassel tampoco ponía reparos si ella lo derribaba contra el suelo de la armería.

Sin necesidad de que uno tomara la iniciativa, sus manos se buscaban y sus labios chocaban con fiereza. Siempre. No había un orden para que él la tomara entre sus brazos y la subiera sobre él, o para que ella lo montara. No importaba cuántas veces se unieran; la sed no se saciaba. Cuanto más insaciable era su deseo, más profunda se volvía su ansia.

Incluso en un carruaje en movimiento.

Era el viaje de regreso tras la misa del Día de la Pasión de San Carlos. La presencia de Inés en Calstera seguía siendo un secreto, por lo que, en lugar de asistir a la catedral de la ciudad, se dirigieron a la pequeña iglesia de Yolanda, en un pueblo cercano. El anciano cocinero que había servido durante tantos años en Calstera donaba generosamente a esa iglesia desde hacía décadas, pues en su infancia, cuando quedó huérfano y sin hogar, los sacerdotes de aquel modesto templo lo acogieron y cuidaron durante años. Aunque no tenía el rango de mayordomo ni de ama de llaves, su salario semanal era considerablemente alto, por lo que, sin duda, había sido un benefactor invaluable para la iglesia, cuyos recursos siempre habían sido escasos.

Gracias a la discreción de Yolanda, pudieron asistir a la misa de manera silenciosa, sin llamar la atención, algo mucho más prudente que hacer venir a un sacerdote a la mansión. El viaje hasta allí había tomado varias horas a través de caminos montañosos, por lo que, desde la madrugada, había parecido una pequeña excursión.

A la ida, se habían sentado con la compostura propia de un matrimonio devoto antes de la misa. Pero en el trayecto de regreso, tras la larga jornada, ya no había nada que los contuviera.

Después de ofrecer una generosa donación y de salir del templo con pasos piadosos, olvidaron toda devoción en cuanto subieron al carruaje.


—Hng… Ah…


Respiraciones entrecortadas. Miradas hambrientas. Ojos que, incluso en medio de un beso, se devoraban con intensidad casi hostil.

Kassel agarró con rudeza el velo blanco que cubría el cabello oscuro de Inés y lo apartó, haciendo que su cabello, que había recogido suelto en la nuca, cayera en cascada. Como si fuera un hombre incapaz de contener la urgencia que lo consumía, apretó un puñado de su melena, junto con el velo, y luego lo soltó.

El carruaje se sacudió al pasar sobre una roca, inclinando la espalda de Kassel contra la pared del vehículo y haciendo que el cabello de Inés se derramara sobre él como una cortina.

El aroma de su cabello, impregnado de aceites perfumados, envolvió el aire como un campo de flores silvestres en plena floración. Kassel inhaló profundamente y, entre susurros entrecortados, tiró de la cintura de Inés, atrayéndola hacia él.

Ella respondió montándolo aún más, acomodándose sobre su vientre y moviéndose con intención, frotándose deliberadamente contra la dureza creciente bajo su vestido. Su jadeo quedó atrapado en la boca de ella.

El velo, tejido con encaje fino, se arrugó en las manos de Kassel, enredándose con los lazos de la parte trasera del vestido de Inés, perdiéndose entre ellos.

A diferencia de los lujosos velos de misa que Inés solía usar, los lazos de su vestido, mal entretejidos, eran tan sencillos como el vestido blanco que llevaba puesto. Sin embargo, al verla cambiarse esa mañana, Kassel había bromeado diciendo que parecía que iban a casarse de nuevo en una misa nupcial, como si hubieran renacido. Él también iba impecable y pulcro, pero con ropas de telas modestas. Así, en ese momento, su apariencia no era la de grandes nobles de Mendoza, sino la de jóvenes acomodados de una pequeña ciudad.

Inés, sin importarle que él le hubiera despeinado el cabello, succionó su lengua con más profundidad, haciéndolo sucumbir, antes de apartar los labios apenas y murmurar:


—Me haces sentir como una chica de campo, fácil y descarriada.

—¿Estás segura de que es por mí?


Recostado contra la pared del carruaje con aire lánguido, Kassel levantó la falda de su vestido, exponiendo su trasero, mientras le respondía con calma. Sus grandes manos separaron la suave curva de sus nalgas, y sus labios fueron dejando besos dispersos sobre su piel. Solo un par de delgadas telas, la fina ropa interior de ella y sus pantalones, se interponían entre el miembro erecto de Kassel y la piel de Inés, que ya lo sentía presionando su trasero.


—Por supuesto que es por ti…...


Aunque fingía culparlo con dulzura, no ocultaba el modo en que su interior ya se contraía con avidez. Inés se estremeció y movió las caderas con descaro, frotándose contra él de manera lasciva. Kassel dejó escapar una risa grave que vibró en su garganta.


—Me parece que eres tú quien me ha corrompido.

—Eso es absurdo.

—Si no fuera por ti, no querría meter la mano entre tus piernas después de haber tocado la Biblia hace un momento.

—Hng… Kassel…

—Eres tú quien ha hechizado a un pobre chico ingenuo del campo, ¿hmm? Solo quieres usarme como tu esclavo.

—Haa… ¿Ingenuo? Hasta un perro callejero se reiría de eso, Kassel.

—Sí… Como un perro que gatea a tus pies, completamente sometido a ti… Ah, maldita sea… Inés…


Inés, con las mejillas y el contorno de sus ojos teñidos de un rojo intenso como pétalos de rosa, tomó la mano de Kassel y la guió entre sus piernas, empujándola más adentro mientras se abría aún más para él.

Era una invitación descarada. Su propio cuerpo, sin reservas, mostraba el modo en que sus pliegues húmedos se cerraban alrededor de sus dedos, aferrándose a ellos. Y lo hacía con su propia mano, usando la de Kassel como si fuera una herramienta para su propio placer.

El grueso dedo medio de Kassel se deslizaba dentro y fuera de ella, reluciente con su humedad, antes de hundirse completamente de nuevo. Sus ojos, de un azul profundo y turbulento, quedaron fijos en la visión hipnótica frente a él: la manera en que su sexo, abierto como una flor enrojecida sobre su regazo, devoraba por sí solo sus dedos.


—¿Aún crees que esto no es tu culpa? ¿Hmm? Inés…

—Haa… Más… Pon más dentro…

—Mientras conviertes a tu esposo en un imbécil incapaz de pensar en otra cosa…

—No me importa… Así que no pienses en nada más… solo en mí…


Cuando él apartó sus oscuros cabellos despeinados de su rostro, ella se inclinó con una sonrisa hacia su mano, buscando su caricia con una ternura tan embriagadora que lo volvía loco. Maldita sea… eres insoportablemente adorable… No puedo soportarlo… Kassel murmuró esas palabras contra su piel mientras depositaba besos por su rostro.

En ese instante, las delgadas manos de Inés se aferraron a la suya, guiándolo a añadir otro dedo dentro de ella.


—Ah… ¡Ahh…!


Su gemido escapó como un suspiro entrecortado, y Kassel lo devoró con un beso feroz. Inés comenzó a mover sutilmente sus caderas, succionando su lengua al mismo ritmo en que se aferraba a sus dedos dentro de ella. El sonido húmedo y obsceno de sus movimientos llenó el aire.

Sin detenerse, ella misma agregó otro dedo, levantando sus caderas como si estuviera tomando su miembro en su interior.

Kassel dejó escapar una risa afilada, sus nervios tensos al límite, y con la otra mano sujetó con más fuerza sus caderas. La forzó a hundirse con más fuerza sobre sus dedos, al mismo tiempo que los empujaba más profundo cada vez que ella se alzaba para recibirlos. Cada sacudida del carruaje hacía que las embestidas fueran más bruscas, más hondas.

Su boca, antes atrapando su lóbulo entre los labios, descendió para morderle con rudeza el borde de la oreja, su aliento caliente y entrecortado haciéndola temblar.


—Estás masturbándote con mi mano.

—Lo sé… Ah…

—¿Lo sabes? En un carruaje en movimiento… con este cuerpo que hace apenas diez minutos estaba sentado con recato en una iglesia… Maldición… Quiero arrancarte la ropa y desgarrarte entera…

—N-no… piensa en cuando tengamos que bajar… Aquí no…


Era una negación, sí, pero en sus palabras también había un permiso implícito: en casa, haz lo que quieras.

¿Y aún dices que esto es por mi culpa?

Kassel se rió con fiereza, mordisqueando sus mejillas ya enrojecidas, dejándole pequeñas marcas con cada beso travieso y rudo.


—Quiero dejarte sin nada encima… Hacerte pedazos… Correrte sobre tu rostro, sobre tus muslos, sobre tus pechos… Y que todo tu cuerpo huela solo a mí…

—Sí… Haah… hazlo…

—Voy a follarte hasta que no puedas caminar, hasta que no puedas ni ir al baño sin mí. Si no te cargo en mis brazos, no podrás ir a ninguna parte. Maldita sea, Inés… ¿estás segura de que no intentas matarme con esto?

—Ah… Kassel… ahh…!

—Ni siquiera con dos dedos te basta… me estás devorando con tres… Maldición… maldición, Inés. Mi preciosa Inés…

—Quiero que… ahh… que estés dentro de mí… completamente… Así que…


En un instante, Kassel la volteó con fuerza, haciéndola caer sobre el asiento antes de abalanzarse sobre ella. Con una mano aún húmeda de su propia excitación, sujetó su mejilla con rudeza mientras se hundía en su interior.

Las mejillas de Inés, sonrojadas y febriles, brillaban con su propia humedad. Los ojos azul intenso de Kassel la observaban desde arriba, ardiendo con un deseo casi violento.

Su pulgar se deslizó entre sus labios entreabiertos, y ella lo atrapó con su boca, succionándolo con desesperación, sofocando así su propio gemido. Fue en ese instante cuando alcanzó el clímax.

Su llanto ahogado vibró alrededor de su dedo, y Kassel sintió su lengua retorcerse contra su piel mientras su cuerpo entero temblaba bajo él. Cada vez que embestía más hondo, ella lo sentía llenarla por completo, como si él fuera la última pieza que la hacía sentirse completa.

Inés lo abrazó con fuerza, hundiendo los dedos en su espalda con una ternura feroz. Esta vez, su afecto se sentía más persistente, más desesperado… más absoluto.

















⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

















Incluso después de que el carruaje llegó a la mansión, permanecieron detenidos frente a la entrada durante un largo rato.

Aun después de haber terminado, sus cuerpos seguían enredados el uno con el otro, como si no pudieran separarse. Parecía que hubieran rodado por el suelo enredados en su deseo una y otra vez.

Con la ayuda de Kassel, Inés logró recuperar un aspecto relativamente decente, aunque no dejaba de interrumpirlo cada vez que él intentaba arreglarse la ropa, riéndose divertida.

No fue hasta que él le robó varios besos más—cada uno más intenso que el anterior—que finalmente se rindió, sintiendo que su cuerpo estaba completamente agotado, pero su pecho rebosaba de una sensación de plenitud absoluta.

Esa felicidad radiante se mantuvo intacta… hasta que vio a Alfonso esperándola en la entrada, con un mensaje urgente de la familia Escalante en sus manos.

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