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Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 257

REGRESO A CASA (13)




Él desapareció por el camino.

Inés, que observaba la colina de Logornio desde la ventana, se giró. La punta de sus pies golpeó el suelo de madera varias veces con impaciencia. Caminó de un lado a otro por aquella pequeña habitación llena de trastos, recorriéndola una y otra vez.

'Si no puedes responder, no tienes que hacerlo'

Ese silencio abrumador.

Inés no pudo responder durante un largo rato, y Kassel simplemente esperó en silencio, pasando una mano por su cabello.



"Está bien, Inés. Todo está bien..."



Aun cuando ella ya no lloraba, él la consoló como si todavía lo hiciera, depositando un leve beso en su sien antes de revisar la hora.



"Tengo que prepararme y salir ya. Se me hace tarde."

"……."

"Gracias por el regalo. Gracias a ti, hoy también soy muy feliz."



Kassel recogió el regalo que había caído al suelo y las cosas esparcidas sobre la cama, organizándolo todo con la misma expresión radiante de cuando lo había recibido por primera vez.

No era así como quería dárselo…

Inés abrió la boca, como si quisiera decir algo, pero no logró pronunciar palabra. Su expresión era la misma que ella había imaginado, pero todo lo demás era diferente. La herida en su cabeza, su rostro aún pálido, el regalo descuidadamente arrojado, las cartas que rodaban sobre la alfombra…

Se sentía como si no le hubiera lanzado solo objetos, sino su propio corazón.

Al principio, era algo que le pertenecía a ella, pero después…



"Me voy. No pienses en mí y duerme un poco más."



Su corazón, tal como ella lo había arrojado en pedazos. Irónicamente.



"No pienses en mí."



En ese instante, Inés no pudo recordar qué expresión tenía Kassel al mirarla. Pero cuando él salió de la habitación, por primera vez pensó que tal vez él no estaba bien.

Desde entonces hasta ahora, nunca le había dado una respuesta adecuada.

Pero aunque respondiera, ¿hasta dónde debería hacerlo?



"¿Hasta dónde… contigo?"



Inés miró a su alrededor y vio los regalos que antes no había notado, dispersos sin cuidado por la pequeña habitación.

Todo lo que le venía a la mente sonaba como los delirios de una mujer loca.

Algún día, había pensado en contárselo. Todo, tal como fuera surgiendo.

Más que los hechos en sí, lo que quería compartir era el tiempo que había soportado. La profundidad del dolor, la monotonía de una vida interminable.

Quería decirle qué clase de tiempo había transcurrido hasta que, al fin, pudo estar frente a él.

Que ahora podía vivir sin obligarse a soportar nada más.

A su lado…

Sí.

Eso quería decirle.

Pero solo cuando todo fuera perfecto. En un futuro un poco lejano, en el que los días y noches que compartían en el coto de caza se volvieran rutina. Cuando él no pudiera huir después de escucharlo, cuando ella tampoco pudiera huir después de decirlo…

Cuando estuvieran completamente atados el uno al otro.

Inés se mordió el labio con fuerza al recordar la extraña mirada de Óscar.

Al menos, no ahora.

No podía poner a Kassel en un peligro aún mayor. Si él mostraba la más mínima señal de algo inusual, Óscar…

Tal vez Óscar…

Detuvo sus pensamientos y se obligó a calmar su respiración, que se volvía cada vez más helada.

No era el momento de derrumbarse.

Hablarle a Kassel sobre su vida pasada significaba desmoronar todo el tiempo transcurrido hasta ahora. No solo la vida que había llevado antes de despertar de nuevo a los seis años, sino también esta, la que tenía aquí y ahora.

Si lo decía en voz alta, todo cambiaría.

Pero…

Inés recogió uno a uno los regalos esparcidos por el suelo y los dejó sobre el escritorio. Luego volvió a mirar el camino.

El sol, ya alto, iluminaba los tejados color coral de las mansiones de Logornio. Más allá de la colina, el mar brillaba con reflejos danzantes.

Bajó la vista y observó los envoltorios arrugados y los lazos a medio desatar.

Quizá… eso no era lo que realmente debía haberle dado.

Llevó una mano a su rostro crispado.

Tampoco era ese el rostro que ella quería ver en él.

Inés permaneció inmóvil junto a la ventana, clavada en el suelo.

Y solo unos minutos después, tomó una decisión.
















⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅
















「Tu cuerpo no es diferente al mío, así que cuídalo siempre.

Tu esposa, Inés Escalante de Pérez」



Kassel se quedó mirando la breve carta durante un buen rato antes de abrir otro sobre.



「No deberías escribir cosas como esta, mejor dáselas a tus soldados.

Tu esposa, Inés Escalante de Pérez」



Era absurdo lo fácil que aquella sonrisa se le escapaba de los labios. Un completo desgraciado, sin orgullo ni vergüenza. Apenas medio día antes, la había visto llorar hasta casi quedarse sin aliento…

Pero esa sonrisa era culpa de Inés Escalante.

Hacerlo reír era ridículamente fácil para ella. Siempre lo había sido. Igual que hacerlo llorar.

Las cartas que Raúl había recogido en la residencia cercana al cuartel sumaban siete. Si contaba la última que él mismo había recogido en el pasillo de la mansión, eran doce en total.

Mientras él hacía el idiota en Bilbao, en Calstera sucedían cosas imposibles.

Kassel reconoció de inmediato la caligrafía de Inés, que había visto incontables veces desde la infancia, pero aun así decidió compararla con Raúl, por si acaso.

El leal perro de Inés lo confirmó sin dudar: era su letra.

Incluso Raúl, que solía poner los ojos en blanco cada vez que Kassel se desbordaba de amor por ella, parecía algo sorprendido al recoger las cartas de la otra residencia.


—Sabía que los regalos eran muchos, con todo lo que llega desde Mendoza cada semana… pero nunca imaginé que la señora Inés escribiría tantas cartas.

—Son doce.

—Aunque solo tienen una línea.

—Es el equivalente a doce años.


En el despacho privado de Kassel, se oyó el suspiro poco leal de su ayuda de cámara.

Lo que significaba, en otras palabras, que Raúl ahora tenía doce nuevas piezas que enmarcar.

Aunque Raúl intentara señalar lo poco prácticas que eran, Kassel solo miraba la cantidad de sobres, soltando razones arbitrarias sobre la importancia de las apariencias y cómo, a veces, el envoltorio era tan crucial como el contenido.


—A veces, la firma de la señora Inés es más larga que el mensaje…

—Mira esto.



「Por favor, vive mucho tiempo. Cuídate.

Tu esposa, Inés Escalante de Pérez」



Había tomado esa carta porque creyó recordar que era una de las más largas, pero no lo era. Había otras que simplemente decían "Que vivas muchos años." Así que, en comparación, sí, esta era extensa.

Aunque ni siquiera más larga que su propio nombre…


—Inés es un nombre hermoso.

—Lo dice ahora que es corto y puede cambiar de tema…

—¿Cómo puede ser que Inés se llame Inés, se casara con ese bastardo de Escalante y naciera en la familia Pérez?

—……

—Pero, ¿soy yo o el contenido de todas las cartas solo se centra en mi cuerpo?

—No es solo usted.


Raúl le lanzó una mirada significativa a las vendas que cubrían su herida.

Era bastante claro por qué Inés, que ya había notado el intento de asesinato, estaba tan inquieta. Y por qué, de repente, había arrasado con todos los armeros de Mendoza hasta llenar la residencia con un arsenal de armas.


—Es bueno que desee que vivamos juntos mucho tiempo, pero… uno pensaría que al menos habría una carta sobre otra cosa.

—¿Se refiere a su rostro?

—No, no eso… Solo algo trivial, algo cotidiano. Algo como “Vi un arma y pensé en ti.”

—Si dice “Vi un arma y pensé en ti”, suena como una amenaza de muerte…

—Para Inés, los hombres que quiere matar son los más especiales.


Él rozó las letras sobre la carta con la yema de los dedos, con una sonrisa ambigua, como si estuviera satisfecho pero no tuviera derecho a mostrarlo del todo.

Tu esposa, Inés Escalante de Pérez.

Fuera de esas palabras, ¿qué más necesitaba realmente?

Era solo una línea, y aun así, sentía como si todo el mundo estuviera contenido en esas letras.

Poco a poco, su sonrisa se desvaneció mientras recordaba aquella mañana.

Esa noche, en el coto de caza, debió haberlo dejado todo en el bosque. Volver como si nada hubiera pasado. Susurrarle con todo su ser que quería conocer cuanto antes a los niños que se parecerían a ella. Convencerse de que sus preocupaciones eran inútiles, que Inés siempre estaría a salvo, que él siempre había creído en ello…



"Incluso cuando no tenías la medicina. Incluso cuando esas crisis te azotaban cinco, diez veces al día…"



Cómo si pudiera haberlo hecho.

Con una expresión ensombrecida, Kassel observó las cartas de Inés con fastidio.

Solo el hecho de que ella hubiera encontrado la Tilida le había hecho contener el aliento.

Era un sentimiento extraño, arrepentirse de algo que jamás podría lamentar.

Aun así, se sintió aliviado de que ella aún no estuviera embarazada.

Se odió por haber conocido todas las respuestas mientras Inés aún esperaba con esperanza.

Y le revolvía el estómago imaginarla escondiendo sus regalos, aguardando en silencio el momento perfecto para dárselos.



"Quiero matarte ahora mismo… Y luego matarme yo también."



Si después de todo eso, lo único que había encontrado Inés era ese cruel engaño…



"Ni siquiera viste cómo cada vez que esperaba en secreto, cada vez que el rojo manchaba las sábanas, me ahogaba en la decepción. Si hubieras visto eso… ¿qué habrías pensado?"



El recuerdo de su mirada vacía, sin siquiera un rastro de reproche, lo atravesó como una pesadilla.

El momento en que Inés dejó de creer en él.

Había sido como si el aire se hubiera extinguido de golpe.

Como si su pie se hundiera en el infierno.

Pero… si ella supiera que, incluso después de todo, él seguía sintiéndose aliviado de que no llevara un hijo en su vientre… ¿con qué ojos lo miraría?

Era una contradicción que lo desquiciaba.

Kassel bajó la vista hacia su propia mano.

Esa misma que, en algún momento, había rodeado su delicado cuello.

El latido acelerado, el aliento desordenado que se desvanecía con violencia.

Si tan solo hubiera ejercido un poco más de presión con esa mano, habría sido suficiente para romper su frágil cuello.

Aquel cuello delgado que ella sostenía con orgullo, desafiando con la barbilla en alto al mundo que la atormentaba.



"Me desperté de ese maldito sueño cuando ella misma se apuñaló el cuello y murió."



Morir. Saber que podía morir era aterrador de una manera indescriptible.

Yo, que temo incluso dejar la más mínima marca en tu piel… ¿Cómo fuiste capaz de clavar un cuchillo en tu propio cuello? ¿Cómo pudiste siquiera concebir una idea tan atroz?

Solo imaginarlo me hace sentir como si la sangre nunca dejara de brotar de mi propia garganta.

Entonces, ¿acaso la muerte ya no te asusta?

¿Acaso un hijo tampoco?


—Entonces, ¿quiere que regresemos las cosas que habíamos trasladado a la residencia principal? He dejado las de esta mañana en el invernadero y cerré la puerta con llave, como ordenó.

—…Sí.

—Ah, y aunque no sé exactamente qué ocurrió…


Raúl habló con cautela, observando su reacción.

Kassel apartó la mirada de las cartas de Inés y fijó los ojos en él.


—Cualquiera que haya sido lo que la señora dijo esta mañana… No era su verdadera intención. Al menos, si fueron palabras duras. No sé si dijo algo bueno, pero…

Raúl, que había subido las escaleras para ocuparse de sus tareas y se había dado media vuelta en cuanto escuchó el escándalo en el segundo piso, escogió con cuidado sus palabras basándose solo en conjeturas.

Un espía que le juraba lealtad a Inés y que, sin embargo, consolaba al esposo de su señora.


—El error fue mío.


La voz de Kassel sonó cortante, como si Raúl estuviera culpando injustamente a Inés de algo que él mismo había hecho.


—Claro, si lo dice usted, capitán. Pero de cualquier manera, la señora ha estado muy preocupada. Desde que vio la cicatriz en Mendoza, ha estado angustiada.

—Lo sé.

—¿No fue tal su inquietud que incluso tomó prestado un carruaje de sigilo del señor Valeztena para regresar a escondidas a Calstera? Y luego esperó a su esposo sin recibir noticias durante seis días.

—…¿Seis días?

—La señora regresó a Calstera no un día antes que usted, como dijo, sino cinco días antes. Y desde entonces no salió de esa pequeña habitación en el segundo piso.

—……

—Porque desde ahí podía ver el camino de la colina de Logorno y esperar su regreso.


Así que, sin importar lo que haya dicho, todo fue porque pasó demasiado tiempo preocupándose y esperando.

Raúl seguía justificando a su señora mientras Kassel, en silencio, apretaba los dientes.

Aun después de haber conseguido murmurar con dificultad que Inés no tenía la culpa de nada, permaneció así por un largo rato.

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