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Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 254

REGRESO A CASA (10)




Después de ponerse solo una bata, Inés caminó hacia la consola, tomó una bandeja con pluma, tinta y papel, se sentó a la mesa.



「Kassel」



Sin embargo, en cuanto escribió su nombre, se quedó sin palabras.

Dando golpecitos en su barbilla con la punta de la pluma, miró a Kassel, esperando que le viniera algo de inspiración.

‘Ahora, ¿qué hora es? Todavía sigues dormido…’

Pero aparte de registrar un par de datos triviales, no se le ocurría qué más escribir.

Sí, era increíblemente apuesto, pero a estas alturas no tenía ganas de alabarlo por eso. Además, ya llevaba al menos veinte años de retraso para hacerlo.

Mientras observaba su mandíbula, ligeramente demacrada, sintió que todas las reprimendas que le había lanzado la noche anterior estaban a punto de salir de nuevo, palabra por palabra. Seguramente él tendría la sensación de estar leyendo, por escrito, el mismo sermón que ya había escuchado hasta el cansancio.

‘Para ser alguien que se desmaya de tanto pensar, ¿cómo es que escribe cartas tan largas?’

El sentimiento de derrota la invadió de inmediato.

Después de mirar fijamente a Kassel—más bien, fulminarlo con la mirada—Inés recordó algo con lo que podría compensar la carta arruinada. Se levantó rápidamente y caminó hacia el vestidor.

Los regalos que había comprado en Mendoza estaban, en su mayoría, en la gran mansión cercana al cuartel general. Algunas cosas que él quería recibir directamente en la residencia de Logroño habían estado en esta habitación por un tiempo, pero cuando ella regresó, fueron relegadas al almacén del segundo piso.

Aun así, había uno que había escondido especialmente.


—…¿Lo había dejado por aquí?’


Era tan pequeño que temía perderlo.

Revolviendo entre sus cajas de joyas apiladas, finalmente sacó una cajita del tamaño de su palma. No tenía adornos ostentosos, solo un simple estuche cubierto de terciopelo oscuro.

Lo abrió un momento para comprobar que el rosario seguía dentro, perfectamente acomodado.

El rosario, hecho de malaquita de un verde intenso y vibrante, tenía un aire casi intimidante, acorde a la reputación de la piedra como amuleto contra los malos espíritus. En particular, sus vetas de un verde aún más oscuro eran tan uniformes y hermosas como costosas, pero su tonalidad tenía algo inquietante, lo suficientemente ominoso como para ahuyentar incluso a lo maligno.

Inés había comprado un bloque entero de malaquita de la mejor calidad solo para mandar tallar dos cruces y descartar el resto. Las cuentas que formaban la cadena eran, sin duda, de lo más valioso que se podía encontrar entre piedras de ese calibre.

Sostuvo el par de rosarios en sus manos y los observó por un momento antes de guardarlos con cuidado en la caja nuevamente.

Justo cuando estaba a punto de salir, algo llamó su atención: el estuche de cristal donde se guardaban los botones de puño de Kassel.

Fue una sensación extraña, casi imperceptible.

Raúl, el ayuda de cámara de Kassel, tenía una obsesión casi enfermiza por el orden, Kassel nunca dejaba nada fuera de lugar. A diferencia de las cosas de Inés, que ella misma revolvía a cada rato, los objetos de Kassel siempre estaban perfectamente alineados y organizados.

En este momento, técnicamente, todo seguía estando impecable. Pero quizás, solo por la calma de esa mañana, Inés fue capaz de notar que algo no encajaba del todo.

Inés notó que la caja de cristal estaba ligeramente desalineada sobre la caja de palma y, satisfecha por haber detectado un defecto tan insignificante, sonrió con orgullo mientras la ajustaba en su sitio.

En el instante en que retiró la mano, sintió un leve impulso.

Desde el comienzo de su matrimonio, ambos habían investigado los hábitos del otro sin ningún reparo. ¿Sería realmente un problema que sintiera curiosidad por el contenido de aquella caja opaca? Especialmente cuando estaba colocada justo debajo de una caja transparente, incitándola a preguntarse qué escondía…

Apenas la duda cruzó su mente, la respuesta le llegó de inmediato: no.

Después de todo, lo único que Kassel solía ocultarle eran las cicatrices de su cuerpo o la forma en que se las había hecho.


—……


Era, en esencia, una caja donde se guardaban pequeños accesorios sin mucha importancia.

O eso parecía.

Inés tomó una bolsita que se asomaba ligeramente por una de las esquinas.

Dentro había hierbas secas, finamente troceadas para facilitar su consumo. A simple vista, no eran muy distintas de los remedios comunes para el mareo o la digestión. Pero ella reconoció tanto la forma de esas hojas como su propósito.

Tilida.

El mismo carísimo anticonceptivo que Óscar usaba con obsesión para asegurarse de que las prostitutas no tuvieran bastardos de la familia imperial.

Toda la sangre pareció abandonarla en un instante.

Pálida como un cadáver, Inés apretó la bolsa en su puño y salió rápidamente del vestidor.


—¡Hijo de puta!


La maldición le brotó como un grito ahogado mientras caminaba a toda prisa.

Al llegar a la cama, lanzó con fuerza la bolsita de hierbas. Pero al ser tan ligera, ni siquiera logró desordenar las sábanas que cubrían a Kassel. Su esposo, profundamente dormido bajo los efectos del té que le habían obligado a tomar, ni se inmutó.

Sin embargo, Inés ni siquiera lo miró.

Regresó al vestidor, tomó la caja con los rosarios que había preparado para ellos y, de nuevo, se la arrojó.


—…¿Inés?


A pesar de recibir un golpe en el hombro con algo parecido a una piedra, Kassel la llamó con voz suave, aún atrapado en la somnolencia.

Era el colmo.

Tan absurdo que Inés simplemente rió antes de salir del dormitorio.

Hijo de puta. Maldito cabrón. Estafador de mierda. Pedazo de basura…

Si no murmuraba insultos al menos por un instante, sentía que no podría soportarlo.

Atravesó el pasillo casi corriendo hasta la habitación donde, durante días, había estado esperando su regreso.

Entró con tal fuerza que la puerta estuvo a punto de desprenderse.

Junto al pequeño escritorio donde se sentaba cada día, había una estantería con cajas de distintos tamaños y algunas armas envueltas en satén. A pesar de lo letal de su contenido, todas estaban adornadas con lazos ridículamente adorables.

Inés intentó abrazarlas todas a la vez.

No había forma de explicar el golpe de traición que sentía.

Sus manos temblaban bajo el peso que, claramente, superaba su capacidad.

Al final, un rifle largo se le escurrió y cayó al suelo del pasillo con un sonido seco.

Unas cartas suyas, que estaban sujetas con lazos dentro de los paquetes, volaron por el aire como basura y se dispersaron un poco más lejos.

No le importó.

Atravesó de nuevo la puerta que momentos antes había abierto de golpe.

Jadeaba.

Ignoró por completo las alarmas que su propio cuerpo le enviaba.

Me engañaste.

Jugaste conmigo…

Kassel Escalante.

Me utilizaste.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Como si no fuera más que una mujer con la que solo se acostaba.

Como si todas esas palabras dulces—hermosa, encantadora—no significaran nada.

Como si la tratara como a una amante a la que nunca desearía darle un hijo.

Su esposa.

Todo lo que me dijiste era mentira. Tal vez… incluso que me amabas.

Todo…


—¡Inés!


Kassel gritó su nombre no cuando ella lo golpeó con las armas envueltas como regalos, sino cuando, incapaz de contener su furia y su propio peso, cayó hacia atrás.

En un milagro de reflejos, él salió disparado de la cama y logró atraparla antes de que se desplomara.

Pero Inés, sin fuerzas y llena de rabia, casi lo arañó intentando apartarlo.

Kassel, con el rostro repentinamente frío y lúcido, la sostuvo con firmeza.


—¡Suéltame!

—Inés, ¿qué pasa de repente, eh?

—¡Maldito bastardo, hijo de puta…! ¡Me engañaste!


A pesar de jadear sin aliento, ella seguía atacando con una fuerza asombrosa.

Atrapada en los brazos de Kassel, Inés golpeaba sin piedad su pecho, sus hombros, cualquier parte de su cuerpo donde pudiera alcanzar con sus manos temblorosas. Como si tuviera la garganta completamente cerrada, de pronto dejó de respirar por un instante y hundió el rostro en su hombro.

Kassel, que había estado recibiendo sus golpes sin saber por qué, mantenía una mano en su cuello, comprobando el ritmo de su pulso sin apartarse de ella ni un segundo.

Cuando finalmente el cuerpo de Inés se desplomó sin fuerzas, él besó con urgencia su sien, suplicándole:


—Inés, por el amor de Dios… ¿por qué no puedes respirar bien? ¿Eh?

—…Escalante, te odio… tanto…

—Lo entiendo. De verdad que lo entiendo, Inés.

—Quiero… quiero matarte ahora mismo. Y después… morir yo también…


Su voz, más que rabia, estaba impregnada de una desesperación insoportable.

Kassel se quedó inmóvil un instante.

A pesar de sus palabras agresivas, los dedos de Inés, débiles, apenas lograban aferrarse a su camisa.


—…Inés.

—Maldito bastardo asqueroso… Por esto mi padre siempre dijo que no se podía confiar en la sangre de los Espoza…

—Sí, soy un despreciable Espoza y seguro que tienes razón en todo lo que dices. Pero, por favor… primero respira. Háblame después. Te lo ruego, Inés.

—Todo esto… todo… es tu culpa. Todo es por tu culpa… Maldito… Si pudiera respirar bien… no te dejaría en paz…

—No voy a irme a ningún lado.

—……

—Inés. No voy a irme a ningún lado.

—……

—Estoy aquí, a tu lado.


Kassel susurró esas palabras una y otra vez.


—Así que, no importa lo que quieras hacerme. Si quieres golpearme, si quieres patearme… lo que sea. Podrás hacerlo después.

—……

—Así que, por favor… ahora solo respira bien. Despacio. Muy despacio, inhala… así, deja ir la tensión, no lo fuerces…


Su voz, serena y suavizada con esfuerzo, la envolvía como una cálida brisa del sur, susurrándole con calma para tranquilizarla.

Inés, sin embargo, solo pudo hundir más la cabeza contra su pecho, intentando recuperar el aire con desesperación. Sus dientes rechinaban y, aun así, se sentía vacía. La vergüenza le hacía temblar hasta la médula, la humillación le impedía siquiera levantar el rostro. Y, aun cuando él no entendía nada, cuando no hacía más que recibir sus insultos y golpes sin razón aparente, su única preocupación era que ella pudiera desplomarse de nuevo.

‘Así que no llores, por favor… Me da miedo que vuelvas a caer… Te lo ruego.’

Kassel no había cambiado en absoluto. No después de todo este tiempo. No después de lo que habían sido. Al final, seguía siendo ese hombre.

Si abría la boca, no sabía si soltaría un sollozo o estallaría en carcajadas como una loca.

‘¿Cómo pudiste hacerme esto, Kassel Escalante? ¿Cómo pudiste?’

El resentimiento brotó dentro de ella como una ola gigante, pero se desmoronó en la orilla antes de alcanzar a golpearlo.

‘¿Por qué me mentiste? ¿Por qué no lo dijiste desde el principio?’

Si no me querías…

Si nunca quisiste tener un hijo conmigo…

‘Nunca te deseé a ti ni a tu hijo. Nunca quise ser tu esposa… ni por un solo instante.’

No más.

‘Ya no quiero vivir así.’

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