Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 252
REGRESO A CASA (8)
Mientras ella soltaba una pequeña risa y le devolvía el beso con fervor, Inés vio de reojo cómo Raúl negaba con la cabeza, con una expresión de absoluto desacato, antes de desaparecer discretamente.
Como si todo hubiera salido según lo planeado, sintió su cuerpo inclinarse poco a poco hacia atrás, hasta que finalmente su espalda tocó la pared.
—....…Por tu culpa, siento que ya estoy lleno antes de comer, Inés.
Un suspiro bajo escapó de sus labios. Como si apenas lograra contenerse, Kassel deslizó una mano por su cintura sin pegar del todo su cuerpo al de ella.
Sus dedos, que parecían a punto de rozar su pecho, en cambio acariciaron su vientre plano antes de retirarse lentamente.
—Eso es solo una sensación tuya, una ilusión. Ahora ve a cenar.
—Primero voy a ducharme. Hace tiempo que no pasaba tanto rato en la cubierta, siento que el olor a mar se me ha impregnado por completo.
—¿Sí?
—Ah, pero no te acerques. Huelo.... no insistas en comprobarlo, Inés. Me lavaré rápido…
Antes de que pudiera terminar la frase, Inés se puso de puntillas, sujetándolo por la nuca, y deslizó la nariz bajo su oreja.
—No noto nada. Solo hueles a ti.
Kassel tragó con fuerza, sin que quedara claro si era una maldición o un gemido ahogado. Sus grandes manos se cerraron alrededor de su nuca, y ella, en respuesta, inclinó la cabeza levemente dentro de su agarre, mirándolo fijamente.
—…Me dijiste que cenara primero.
—Sí.
Su asentimiento fue de lo más tranquilo, como si no estuviera deslizando la mano hacia abajo, acariciándolo de forma descarada.
Como si el hecho de estar en la entrada de la residencia no importara en absoluto.
Kassel frunció el ceño, su expresión antes impecable ahora completamente descompuesta.
—¿Y me provocas así? ¿Eh, Inés…?
—Si igual ya estabas excitado antes de que te tocara.
Con una sonrisa burlona, retiró la mano sin más. Pero la presión de la mano de Kassel en su nuca no desapareció, y como ella no tenía intención alguna de huir, sus labios volvieron a encontrarse en un choque áspero y urgente.
Su muñeca fue atrapada de nuevo y arrastrada de vuelta a donde había estado provocándolo. Inés dejó escapar un aliento cálido mientras Kassel guiaba su mano sobre el bulto en su pantalón blanco, obligándola a presionar su erección con la palma.
El peso y la firmeza en su mano la hicieron estremecerse. La fuerza con la que él empujaba contra su toque, frotándose desesperado, le provocaba una sensación obscena, como si estuviera allí mismo, en la entrada, con las piernas abiertas para recibirlo.
Esta vez, Kassel dejó escapar una maldición entre dientes antes de alzarla en brazos sin previo aviso.
—Joder…... Eres condenadamente lasciva, ¿lo sabes?
Murmuró entre resuellos, mordisqueándole el lóbulo de la oreja. Inés rió bajo y le devolvió la pregunta.
—¿Y eso te molesta?
—Me gusta demasiado. Es peligroso.
Kassel lo admitió sin reservas antes de empujar de una patada la puerta del salón en la planta baja.
—¿Llamar a tu esposa peligrosa?
—Me destrozas con demasiada facilidad. Siempre. Me conviertes en un maldito loco que no distingue el tiempo ni el lugar…
Como si lo único que pudiera hacer fuese al menos poner una puerta entre ellos y el resto del mundo, cerró la entrada apenas un segundo antes de colocarla con urgencia sobre la angosta consola junto a la pared.
En el segundo piso, ya era difícil encontrar un solo rincón donde no se hubieran devorado antes. Pero aquí, en la planta baja, lo máximo que solían permitirse era juguetear con descaro. El hecho de que Kassel hubiera perdido el control en cuestión de segundos lo decía todo.
Cuanto más sincera era ella, cuanto más abiertamente le demostraba cuánto lo quería, más se convertía él en la versión de sí mismo que a ella le encantaba. Kassel Escalante, un hombre que olvidaba toda contención. Un hombre con la mente completamente absorbida por Inés Escalante, sin espacio para pensar en nada más.
Un hombre suyo.
—A mí me pareces más adorable cuando te derrumbas.
—…¿Me acabas de llamar adorable?
—¿Ahora te da vergüenza eso también?
—……
—Aunque, bueno… hasta esta farsa de hacerte el inocente tiene su punto encantador.
Inés separó las piernas para que Kassel se acomodara entre ellas y, con las manos, desató el tahalí que cruzaba su uniforme, lanzándolo a un lado. La correa de cuero, que le cruzaba diagonalmente desde el hombro hasta la cadera contraria, cayó con un peso contundente junto con el arma que sostenía.
—Por cierto, ese tahalí está hecho con la piel del zorro que me regalaste. ¿No crees que es bonito?
—Ahora mismo me da igual.
Sin siquiera dignarse a mirar su trofeo de hace unos meses, ella le desabrochó el cinturón.
Como si hubiera asuntos más urgentes.
Ante la indiferencia de su esposa, Kassel dejó escapar una risa entre dientes mientras sus dedos se deslizaban hasta el lazo en la línea del escote de su vestido, justo bajo la clavícula. En lugar de desatar los lazos de la espalda y desnudarla por completo, solo aflojó la parte delantera. A fin de cuentas, aún estaban en la planta baja.
Con la ropa apenas corrida, Kassel hundió el rostro en su pecho mientras subía la falda hasta sus muslos.
Su mano grande se posó enseguida sobre su entrepierna, frotando de forma torpe pero ávida la humedad que ya empapaba su ropa interior, extendiéndola sobre su palma.
—¿Desde cuándo estás así de mojada? ¿Mm, Inés…?
—Haa… Desde que me besaste…
—A veces me pones tan malditamente ansioso que siento que me falta el aire.
—Lo entiendo, pero trata de seguir respirando.
—Voy a morir… ¿Por eso me provocaste? Dime. ¿Te desbordaste así solo con un beso…? Joder, Inés… ¿siempre ha sido así cada vez que nos besamos? ¿Incluso afuera?
—No fue inmediato.
Ella tuvo el descaro de corregirlo. Pero Kassel, ignorándola deliberadamente, hundió los dedos en su interior, todavía a través de la tela húmeda.
—Ah…
El sonido que provocó al removerlos fue tan deliberadamente sucio que la hizo estremecer y fruncir el ceño.
La tela, ya empapada, se había metido entre sus labios como una cuerda delgada, adhiriéndose a cada rincón de su sexo. Cada vez que él movía los dedos dentro, el roce del tejido estirándose tiraba de su clítoris, haciéndola retorcerse.
Por un instante, su mirada oscura se clavó en sus pechos, temblorosos con cada estremecimiento de su cuerpo. Y entonces, con un gesto tan hambriento como posesivo, le cubrió un pecho entero con la mano, pellizcando su pezón mientras le susurraba con voz grave.
—Quiero saber desde cuándo empezaste a correrte, Inés.
—…Desde que… me imaginé haciendo esto contigo.
—……
—Desde que hace un rato… hiciste que… ah…
El dedo que había estado acariciando y penetrando superficialmente salió de pronto. La punta roma tocó su entrada. Su ropa interior, sin tiempo para ser quitada, simplemente quedó apartada a un lado.
—Mmm…
Él ensanchó el estrecho interior y de un empujón introdujo la mitad. Solo con eso, el lugar ya se abría con dificultad, contrayéndose repetidamente en espasmos tensos.
—Tienes que relajarte más… ¿vale, Inés?
Kassel dejó pequeños besos en sus labios mientras hablaba con voz lenta y calmante.
—No… puedo relajarme… Uf…
—Así podré llegar hasta donde más te gusta… ¿no es cierto?
—Es que… no puedo… me siento demasiado bien…
—……
—Así que… hasta el fondo… ¡Mmm…!
—A veces… tú misma te lo pones difícil, Inés.
Murmuró casi como una advertencia, pero avanzó muy despacio, sin dejar ni un mínimo espacio, hasta hundirse por completo en ella.
Aunque ya estaba dentro, ocupando su lugar y deslizándose gradualmente, su volumen seguía siendo abrumador. Así, él la llenó por completo. Era como si toda la plenitud del mundo se hubiera posado en su mente.
Lo absurdo era que, incluso esa sensación de estar colmada, a veces le parecía insuficiente. Aunque sabía que ya había llegado al fondo, deseaba recibirlo más profundamente.
Preferiría que le doliera, con tal de tragárselo entero. Si existía algo más tangible que esto… algo que la hiciera sentirlo aún más…
Abrumada por la sensación, las débiles manos de Inés, que vagaban sin rumbo por la espalda de Kassel, se aferraron a sus nalgas firmes y tiraron de ellas. En ese instante, él salió de un movimiento brusco y volvió a empujar hasta el fondo.
—¡Ah…!
—Inés… Haah…
La fuerza con la que comenzó a moverse desde el principio la dejó con la mente en blanco. Apretaba su volumen contra el estrecho espacio, empujando hasta que apenas la punta quedaba en la entrada, para luego retirarse de golpe y, antes de que su interior volviera a contraerse, clavarse de nuevo hasta el lugar que más le gustaba…
—¡Mmm…! ¡Ah…!
Inés, abrumada por la presión que no cesaba de llenarla, no pudo contener las lágrimas que le escapaban y lo abrazó con desesperación. Kassel lamió sus lágrimas, le tomó la barbilla y la levantó hacia él. Como un acto inevitable, sus labios se encontraron de nuevo.
No era romanticismo, sino algo más cercano al instinto de supervivencia: una urgencia descarnada. Una devoción hambrienta.
Sus besos eran actos voraces, como si intentaran arrancarse el aliento mutuamente. Kassel invadió su boca con la misma ferocidad con la que ocupaba el espacio entre sus piernas. Inés mordió y succionó sus labios hasta el dolor. Cuando el aire les faltó, se separaron solo para rozar sus narices, enterrar sus rostros en cuellos y cabellos.
Su visión giraba sin control. Kassel encontró sus labios otra vez y se los tragó.
Los gemidos de Inés, al borde del clímax, perdieron toda forma antes de ser devorados por él.
Kassel, como si concediera un acto de misericordia, empujó varias veces con lentitud contra sus paredes convulsas, hasta que Inés, incapaz de soportar el exceso de placer, perdió el control de su cuerpo y empezó a desplomarse hacia atrás. Él la atrapó entonces y la alzó con fuerza.
Pero su cabeza, aún sin sostén, golpeó contra la pared con un golpe sordo. Kassel, alarmado, rodeó su nuca con la mano. Un gesto tierno y cuidadoso, en violento contraste con el ritmo despiadado de sus caderas.
Ella apoyó la cabeza en esa palma protectora y lo miró con el ceño fruncido, los ojos vidriosos, perdidos en el deseo. Kassel se separó de sus labios —por primera vez con insistencia— como si necesitara estudiar bien su rostro.
—Hff… Kassel… Ah…!
—Inés.
Una mano acarició su mejilla con aparente compasión, pero los dedos que habían hurgado entre sus muslos aún brillaban húmedos. El fluido transparente de su sexo manchó sus mejillas y labios, dándoles un brillo obsceno.
Kassel, con la mirada ensombrecida, llevó esa misma mano hacia abajo y separó sus pliegues. El roce de sus dedos sobre el clítoris, ya hinchado y resbaladizo, era una tortura para Inés, al borde del abismo.
—No… Ah, Kassel, por favor… Así no…
—Sí. Puedes venir, Inés.
Con cada embestida, el líquido que brotaba de su interior salpicaba en sonido húmedo. Kassel, mientras su mano en su nuca la empujaba contra la pared una y otra vez, cubrió su piel con pequeños besos.
—Hng… Mmph…
Voy a enloquecer. Kassel. Si sigues así, perderé la cabeza por completo…
Inés, que murmuraba aturdida, ahora lo empujaba como si quisiera huir, como si estuviera siendo perseguida. Como si no hubiera otra opción más que evitar de cualquier forma el clímax que se acercaba como una ola gigantesca. Sin embargo, Kassel la sostuvo firmemente en su abrazo, negándose a soltarla.
—No duele, Inés. No tienes miedo… ¿verdad?
Su voz, suave y susurrante, era tan dulce como cruel. El rostro de Inés estaba empapado en lágrimas. Le dolía lo mucho que lo quería.
Y entonces, llegó el clímax otra vez.
Su visión se perdió en una oscuridad brillante. Su interior se estremeció violentamente, contrayéndose con fuerza alrededor de él. Kassel apretó los dientes y empujó unas cuantas veces más hasta el fondo antes de derramarse dentro de ella.
El calor tibio la llenó por completo. Una extraña sensación de saciedad nubló su mente. Y cuando, un momento después, sintió que él se retiraba y que su semilla escapaba de su interior, una repulsión inevitable la invadió.
‘…Nunca quise tener un hijo tuyo. Escalante.’
De pronto, sintió como si algo le golpeara la cabeza con una piedra. Vio a Kassel alejarse en su aturdimiento. Era su propia voz, pero sonaba extrañamente afilada, juvenil, distante.
Aquellas palabras se clavaron en su mente como una hoja afilada.
‘Desde el principio, jamás quise algo así.’
Su tono no tenía otro propósito más que herir. Fue una elección deliberada, un golpe intencionado.
Como si hubiera escuchado la voz maliciosa de un fantasma rondando la habitación, Inés se apresuró a estudiar la expresión de Kassel, temerosa de que él también la hubiera oído.
Pero su percepción estaba rota. Ni siquiera podía medir bien la distancia entre ellos. Y, de repente, él pareció estar demasiado lejos.
Kassel estaba demasiado lejos.
Aunque solo se había apartado por un momento para sacar un pañuelo de su bolsillo y limpiarla, él le parecía inalcanzable, como si estuviera parado en un lugar muy lejano.
Inés abrió los labios, tratando de llamarlo.
Pero no salió ningún sonido.
—¿Inés?
‘¿Por qué me quisiste? ¿Por qué, de entre todas las personas, tuviste que enamorarte de mí?’
‘…Lo siento.’
‘Nunca quise a tu hijo. Nunca te quise a ti.’
‘Lo sé, Inés.’
La distancia, que momentos antes parecía infinita, desapareció de golpe. Y cuando la yema de sus dedos rozó su mejilla en silencio, un atisbo de preocupación se deslizó en su toque.
Ese calor… era insoportable.
‘Ni por un solo instante… Ni una sola vez quise ser tu esposa, Escalante. Ni siquiera por un momento te he amado.’
‘Lo sé.’
‘Ahora hasta me horroriza que me quieras. Estoy harta de que siempre me hagas la única villana en esta historia. Me repugna esa expresión tuya, la forma en que solo sonríes y lo aguantas todo sin importar lo que te diga... ¿Por qué demonios te gusto? Te odio. Odio todo esto...’
‘…Lo siento por quererte, Inés. Todo ha sido mi culpa… Si no quieres verme sonreír, no lo haré nunca más. Solo, por favor, no llores. Me da miedo que vuelvas a derrumbarte… Te lo ruego… El niño no importa. Así que…’
—¿Por qué? ¿Te he hecho demasiado daño?
‘Entonces, Escalante, si te digo que no quiero verte… ¿realmente podrías desaparecer de la vista de tu esposa para siempre?’
Le aterraba que él pudiera escuchar esa voz tan espantosa.
Le aterraba tener que escuchar su respuesta.
Antes, temía no poder recordar más. Ahora, temía recordar.
El rostro de aquel hombre, suplicándole, prometiendo no volver a sonreír jamás.
El momento en que, con un tono mordaz, le había preguntado si realmente podía desaparecer de su vista para siempre. Le aterraba recordar qué expresión había puesto él en ese instante.
—Inés… eh… Mírame.
Con los brazos temblorosos, Inés rodeó su cuello y se aferró a él. Como si en el mundo solo quedaran ellos dos.
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