Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 250
REGRESO A CASA (6)
Hizo lo que le vino en gana. Como si obedeciera esas palabras, Inés atrajo su cabeza hacia sí. Sus labios chocaron, una y otra vez, en breves roces. Mientras succionaba con suavidad su labio inferior y frotaba la punta de su nariz contra su mejilla tibia, él de pronto pareció recordar algo y separó sus labios levemente.
—…Pero ¿desde cuándo?
—Sí.
—¿Qué demonios le dijiste en Mendoza para volver aquí?
—Mis padres creen que de pronto recaí en mi antigua enfermedad pulmonar y que estoy convaleciendo en la casa de campo de Luciano.
—……
—En cuanto a la familia Escalante y la corte… Mi madre habrá inventado alguna excusa.
—Duquesa Valeztena....…
—Ella odia mi ‘defecto’.
Al ver la expresión de Kassel, que siempre detestaba esa palabra, ensombrecerse ligeramente, ella jugueteó con sus labios, aún húmedos por su propia saliva.
—Ella es la última persona que querría que el mundo supiera de ese problema. Por eso le dije eso, nada más.
—…No digas que tienes un defecto. En nada.
—Pero no soy perfecta, ¿o sí?
—Lo eres. De la cabeza a los pies.
—Para ti, quizá.
Con un tono fingidamente arrogante, murmuró como si dijera: ‘Claro, tú que estás ciego de amor, qué vas a entender’. Kassel deslizó sus labios hacia su cuello y preguntó con cautela:
—…Inés, ¿de verdad no te duele nada?
—No.
Lo de su desmayo en la calle Mercedes lo había silenciado, asegurándose de que ni Juana ni Alfonso hablaran, para que ni Raúl se enterara. Así que Kassel no tenía forma de saberlo. Aunque, de pronto, recordó que durante el torneo de Formente, Kassel había contactado a Luciano por separado, lo que le dejó un mal presentimiento. Pero Luciano, más que nada, estaba preocupado de que su colapso tuviera relación con aquello del pasado. Desde luego, no iría a contárselo a su marido sin cuidado.
—Has adelgazado.
Sus labios, que habían subido por su cuello, murmuraron mientras succionaban la punta de su barbilla, ahora inclinada.
—Allá no es Calstera. No está Yolanda para cocinar, ni Alondra para traer comida todo el día, ni…
—Ni yo. ¿Verdad?
—Sí. Tampoco está Kassel Escalante, que no hace más que atiborrarme de carne…
—Aun así. Has perdido demasiado peso, Inés.
Al volver a rozar sus labios en un beso fugaz, Kassel mordisqueó la punta de su nariz.
—¿Y eso te disgusta?
—No. Me duele el corazón.
—……
—Cuando te veo, me duele el corazón, Inés.
Inés frunció el ceño. Le sonaba a algo completamente distinto, como si de pronto hubiera cambiado de tema. Observó fijamente los ojos azules de Kassel, todavía ligeramente velados por una humedad infantil. Por un momento, deseó que él volviera a evitar su mirada como antes. Eso, al menos, habría sido preferible a esto. Hasta habría resultado hasta entrañable, en comparación.
Pero…
—No he adelgazado tanto como para que te duela el corazón.
—Tengo miedo de que te rompas.
—……
—Tengo miedo de lastimarte.
Kassel murmuró rozando la comisura de sus labios con los suyos, que no se atrevían a sellarse del todo. Su aliento era abrasador. De pronto, su voz, cargada de una extraña melancolía, se filtró entre ellos:
—…¿Y cómo ibas a lastimarme tú?
Inés habló como si la idea fuera absurda. En esa simple pregunta había un mundo entero: la certeza de que él jamás podría hacerle daño, la confianza absoluta en esa promesa no dicha. Aun así, Inés intuyó vagamente qué era lo que tanto atormentaba a Kassel.
Esa asesina en la alcoba que él nunca le confesaría. Lo que ocurrió antes. Y lo que vendría después.
Le acarició la frente. ¿Cómo podía ser ella la que le preocupaba? ¿Cómo podía siquiera imaginar que él, de todas las personas, fuera capaz de hacerle el más mínimo daño?
‘Inés, ¿rezarías por mí?’
‘¿Tengo que hacerlo?’
‘No. No hace falta. Solo… si alguna vez me recuerdas.’
‘……’
‘…Solo si te apetece, de vez en cuando… ¿podrías pensar en mí?’
‘Lo de rezar…’
‘En realidad, no importa. Yo ya rezo bastante por los dos.’
‘Qué soso.’
‘Perdón por ser un hombre tan aburrido.’
Inés contuvo el aliento sin darse cuenta, luego lo exhaló de golpe.
‘Siempre he rezado por ti.’
‘……’
‘Para que volvieras sano y salvo. Para poder verte otra vez.’
—¿Inés?
De pronto, el Kassel frente a ella parecía decir algo distinto. El mismo lugar. El mismo hombre. Pero algo había cambiado. Los ojos de Inés, fijos en él, parpadearon rápidamente. Con cada pestañeo, el fondo de la habitación se desdibujaba como una estela, revelando por un instante un espacio levemente distinto.
Su mirada incómoda al observarlo, esa sensación extraña, se clavó como una hoja afilada en el lagrimal.
—Inés, algo sí te duele.
—No. No es eso, Kassel, no es…
‘¿Llegará el día en que también tú me extrañes un poco?’
—Inés.
—Yo…
‘Yo siempre te he extrañado. Siempre, Inés.’
Sus manos temblorosas se aferraron a sus mejillas.
‘Aunque tú no me hayas extrañado ni un segundo.’
No. No es así…
‘Ojalá, al menos una vez, lo hubieras hecho. Si me hubieras echado de menos…’
Inés le selló los labios con desesperación. La mano que le acariciaba la mejilla se tensó, tirando con fuerza de su nuca. En un instante, sus alientos se entrelazaron hasta lo más profundo. Ella tragó con avidez el sabor de su lengua.
‘Con solo eso, habría tenido razones suficientes para volver con vida.’
Una culpa desconocida le atravesó el cuerpo. La misma culpa arraigada que siempre sintió hacia aquel hombre.
‘Vuelve a Espoza.’
‘Fuiste tú quien me trajo aquí en primer lugar.’
‘Lo sé. Lo siento… Pero no soporto irme dejándote aquí, enferma y sola. Inés. Calstera ya no es segura.’
‘…Si tanto te inquieta, no vayas a la guerra.’
‘Inés.’
‘Si tanto te aterra pensar que moriré mientras estás fuera…’
La imagen de sus ojos vagando, en el momento final, por un mundo vacío donde él ya no estaría…
‘No vas a morir. Ni siquiera pronuncies esa maldita palabra.’
‘Tú también lo sabes, pero siempre finges que no…’
‘Yo voy a la guerra porque creo que seguirás viva. Porque debo proteger la tierra en la que vivirás, Inés.’
Ah… Hasta en el momento de mi muerte, seguí arrepintiéndome.
‘Escúchame bien. Esta vez puede que no regrese.’
Debí decirle que no fuera. Que incluso morir juntos habría estado bien. No, que con mi muerte habría sido suficiente…....
‘Noriega le encargó al coronel que te protegiera. Si la guerra se vuelve en nuestra contra, debes trasladarte de inmediato a Esposa, como él ordenó.’
Ojalá me dijeras que me extrañarás tanto que no podrás soportarlo. Al menos una vez...
‘Por favor, dime que sí.’
Ojalá prometieras escuchar esas palabras, aunque sea una mentira, para que ni siquiera tengas que preocuparte así...
Inés se aferró a él como si quisiera arrebatarle hasta el último aliento. Necesitaba la certeza tangible de que estaban vivos. Que ambos lo estaban. Que todo seguía en su lugar. El alivio fue breve; la inquietud, eterna.
Por un momento, sintió que volvería a ese instante en que había enfrentado sola su final en aquel lecho. Como si todo hubiera terminado ya. Como si ya no hubiera nada más que él o ella pudieran hacer...
—...Solo una semana.
—......
—No, diez días. Quédate aquí, Kassel.
—......
—Quiero tener un hijo.
Susurró contra sus labios húmedos, dejando caer el libro sagrado de sus manos. Luego, tomó esa misma mano y besó cada yema, cada línea de su palma.
—...Inés, no me provoques.
—No es provocación.
No sé cuánto tiempo nos queda. No sé en qué esto es diferente a aquel entonces. Pero ahora, todavía... todavía podemos...
—Abrázame.
Kassel la tomó en sus brazos con un beso que fue más un suspiro. La llevó hacia el sillón junto a la ventana y la depositó con cuidado. Uno a uno, los botones de su vestido cedieron, desde el cuello hacia abajo.
Sus alientos se mezclaron, rozando comisuras y mejillas, y por un instante, rieron. Era un alivio poder hacerlo sin llorar. A medida que la tela se abría, él dejó un rastro de besos tiernos en cada centímetro de piel descubierta.
—...Kassel.
—Sí.
—Te quiero.
—......
—Te sigo queriendo.
—Lo sé, Inés.
—Siempre he rezado por tu seguridad.
—......
Su espalda se tensó por un segundo, sus labios aún enterrados en su pecho. Ella acarició suavemente su lomo mientras murmuraba:
—También rezo ahora para que no te lastimen.
—......
—Así que no te lastimes.
—Está bien.
—No sufras.
—Sí.
—No olvides que, vayas donde vayas, yo estaré rezando por ti.
Kassel alzó la cabeza lentamente. En el silencio, sus miradas se encontraron y se mantuvieron así, suspendidas en el tiempo. Hasta que, de pronto, una sonrisa desencajada cruzó su rostro. Se pasó una mano por la cara, como si intentara borrar algo.
No había duda: estaba llorando.
—...Inés, si me haces llorar, no podré excitarme.
—Sabes que puedes hacerlo en cualquier momento.
Con una malicia juguetona, flexionó ligeramente la rodilla contra su entrepierna y lo atrajo hacia un abrazo.
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