Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 155
Las brasas están en todas partes (32)
—¡Kassel!
Inés lo detuvo con una voz apagada, preocupada de que alguien en la biblioteca pudiera escuchar. Su rostro pálido mostraba, de manera poco común, una expresión de desconcierto.
Ella intentó apartarlo con el brazo que él le sujetaba, pero Kassel no se movió ni un ápice, acercándose aún más. Las doncellas observaban, atónitas, a los amos en una lucha silenciosa.
Era como una escena teatral muda en plena calle. Un espectáculo bochornoso.
Pero la disputa no tenía sentido. Contra la complexión de Kassel, capaz de imponerse a los fornidos cadetes de El Redekia, la fuerza de Inés era insignificante. De hecho, él se esforzaba más en no lastimarla que en retenerla. Siempre había sido así.
Incluso ahora, cuando sentía que estaba perdiendo la razón.
—Suéltame.
—No.
Aun así, se preocupaba por no dejarle marcas en la muñeca. Sin embargo, ella, ya atrapada en sus brazos, forcejeaba con todas sus fuerzas, aferrándose a su dignidad.
Eso le molestó a Kassel. Que pensara primero en la mirada de las criadas antes que en "nosotros". Que, aun habiendo visto a otra mujer en su habitación, no tuviera ni una sola pregunta. Que su rostro siguiera tan impasible. Que sus ojos no mostraran ni una chispa de ira.
La verdad era que no existía un "nosotros". Claro. Todo le molestaba. Hasta echaba de menos el instante en que, al abrirse la puerta, sintió que se ahogaba. Porque al menos, entonces, había sentido la necesidad de dar explicaciones.
Hablar de dignidad ahora era ridículo. En su dormitorio ya había entrado otra mujer, vestida con una imitación burda de Inés. No importaba si la echaban; su honor ya estaba arruinado.
Así que no era tan grave que los fieles sirvientes vieran a los amos forcejeando en el pasillo. Lo realmente vergonzoso sería que los invitados de la biblioteca fueran testigos.
Kassel sonrió con ironía. Seguramente pensarían que había vestido a otra mujer como su esposa y que, en plena luz del día, la había llevado a la habitación. ¿Qué clase de perversión debía tener para necesitar un "reemplazo" de su esposa? Y lo mejor sería que Inés también estaba presente. ¡Los tres juntos!
Por supuesto, quienes habían visto todo sabían que nada había ocurrido. Pero, ¿lo sabrían aquellos que escucharan la historia después? ¿Les importaría siquiera? A veces, las personas solo quieren contar algo más emocionante que la verdad.
En sus manos, Inés forcejeaba, tratando de liberar su muñeca. Le susurraba repetidamente, preguntándole qué le pasaba. Pero su voz solo le hacía cosquillas en los oídos. Sentía como si tuviera piedras en la boca. No tenía nada que decir. Ni intención de responder.
Kassel la soltó de repente y, en su lugar, la rodeó por la cintura.
—……!
Al mismo tiempo, su mano se deslizó entre el cabello recogido de Inés, deshaciéndolo con precisión.
—¡Kassel! ¿Qué estás…!
El cabello, que antes estaba enrollado en un moño perfecto, cayó en ondas hasta su cintura. Un aroma familiar, como los viñedos en flor, le envolvió.
Normalmente, ese perfume le resultaba embriagador. Pero ahora, todo lo que le gustaba de ella le resultaba insoportable.
Incluso su propio cuerpo lo traicionaba. Su erección era evidente, pero hasta eso le resultaba molesto en ese momento.
Kassel esbozó una sonrisa torcida.
—Kara, la señora necesita que le arreglen el cabello.
Kara no se movió. Pero él lo dijo con tanta naturalidad que parecía que realmente no tenía nada que ver con lo que acababa de ocurrir. Como si el moño de Inés se hubiera deshecho por accidente.
Y entonces la tomó en brazos y la llevó de regreso a la habitación, sin mirar atrás.
Pasaron por delante de la mujer que aún estaba allí, como si fuera un obstáculo sin importancia.
—¿Estás loco? ¿Qué es todo esto de repente?
—También tengo muchas preguntas para ti.
—Pues pregúntame después. Hay invitados en la casa, este no es el momento…
—No creo que haya un "después".
—¡¿Y ahora qué significado tiene esto?!
Su protesta se apagó de golpe. Tal vez porque se dio cuenta de que la estaba inclinando hacia atrás. Tal vez porque, al mirarlo, se dio cuenta de que estaba por debajo de él.
Fue en ese momento que se percató de que estaba cayendo sobre la cama.
Kassel, arrodillado entre sus piernas, deslizó la mano por debajo de su vestido y le sujetó el tobillo.
—¿Desde cuándo tienes la costumbre de espiar la cama ajena?
Sus palabras iban dirigidas a la mujer que aún estaba en la habitación. Pero Inés pareció más afectada por lo que él estaba insinuando.
Su pierna se alzó levemente, y sus dedos recorrieron su pantorrilla antes de subir hasta su muslo y apretarlo.
Detrás de ellos, se escuchó el sonido de un vestido siendo arrastrado con prisa.
La otra mujer, al darse cuenta de que la situación podía ir demasiado lejos, salió huyendo.
El sonido de la puerta abriéndose y cerrándose se sintió especialmente claro. Lo suficiente para saber que, al menos, los invitados de la biblioteca no se habían movido de su sitio.
Kassel pensó con amargura que ya había hecho bastante por la dignidad de Inés. Ahora podía tirarla a la basura sin remordimientos.
Tras un momento de silencio, se enderezó y masculló una maldición.
—Quédate así. No muevas ni un solo dedo.
—…….
—¡Alondra! ¡Raúl!
Gritó los nombres de sus hombres mientras se dirigía a la puerta.
Para cuando la abrió, la mujer ya había regresado a la biblioteca.
Con voz serena, Kassel explicó lo sucedido: que ella había irrumpido en su habitación y había intentado robar las joyas de Inés.
Incluso caminó tranquilamente hasta el tocador, tomó los pendientes de rubí que él mismo le había regalado a Inés y los puso en la mano de Raúl.
Así, le arrebató cualquier posibilidad de acercarse nuevamente a su esposa.
Y, para asegurarse de que se mantuviera callada, les encomendó a sus hombres que se encargaran de ello.
Alondra, que creía en la santidad del matrimonio, Raúl, que veneraba a Inés, no tendrían reparos en cumplir su orden.
La mujer ya era una ladrona. Alguien que había intentado robar la apariencia de Inés.
Raúl, con su habitual diligencia, incluso se encargó de difundir la historia de que la traición de la "señora" había hecho enfermar a Inés, obligando a Kassel a quedarse a su lado.
La situación en el exterior se resolvería rápidamente.
Kassel asintió con indiferencia y cerró la puerta con llave.
El sonido de sus pasos en la habitación resonó con dureza.
Se rio con desprecio.
Vaya escena patética.
Se acercó a la cama, donde Inés seguía quieta. Seguramente había escuchado todo. No es que le interesara desde el principio.
—Pensé que te levantarías.
—…….
—Qué raro verte tan quieta.
—…Me dijiste que no me moviera.
—¿De verdad vas a acostarte conmigo?
Kassel, con su rostro inexpresivo, sonrió juguetonamente con un aire burlón. Los ojos de Inés, que lo miraban desde abajo, parecían calmados como de costumbre, pero por un instante, una leve confusión los cruzó. Aun así, era casi como si lo estuviera observando.
—Así que por esto estabas tan quieta, qué raro en ti.
No sabía si mirarlo a los ojos era para leer sus verdaderas intenciones o para evaluar algo más. Pero a Kassel solo le satisfacía ver en su mirada un atisbo de desconcierto.
Si se sentía satisfecho demasiado pronto, no habría mucho más que ver. Chasqueó la lengua.
De cualquier manera, la atención de ella estaba fijada en su cabeza. Aunque difícilmente se compararía con lo mucho que él deseaba desentrañar cada pensamiento en la mente de Inés… tanto que ni siquiera parecía notar cómo su mano, que sostenía la parte trasera de su muslo bajo el vestido, descendía hasta su trasero y lo apretaba con rudeza, separando la suave carne con fuerza. Al menos, hasta ese punto.
—De ahora en adelante, elige mejor a tus amigos, Inés.
—……
—¿Seguro que es tu amiga?
—…No.
—Ya lo suponía. Apenas parecía conocerte.
—Yo tampoco la conozco.
—Para alguien que intentaba copiarte hasta el último cabello, esa mujer sabe demasiado poco sobre ti. En comparación con lo mucho que tú la conoces, claro.
—……
Inés lo miró en silencio. Kassel apretó su agarre en su trasero, pegándola completamente a su cuerpo, sin dejar espacio entre ellos.
—Así que ni siquiera te sorprendió. Seguro que sabías perfectamente cómo me miraba a escondidas.
—Kassel, mira tu apariencia. Mujeres como ella no son pocas. Si empiezo a descartar, en Calstera no me quedarían ni cinco con las que pueda relacionarme.
—No hablo de tus amigas que te miran con ternura. Hablo de una loca como esa. ¿No crees?
—¿Cómo iba a imaginar algo tan extremo?
—¿No era lo que esperabas?
—¿Por qué lo haría?
—Quién sabe. Tal vez porque eres una pervertida que se excita viendo a su esposo revolcándose con otra mujer.
—Eso no tiene sentido…
—¿O quizás porque te fastidia que lo primero que se me endurezca al verte sea la polla? ¿O simplemente porque alguien como yo te da igual y por eso no te molestaste en filtrar a una mujer así de desquiciada?
—….....Kassel.
—O, quién sabe, porque había una razón por la que no debías filtrarla.
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