Mi Amado, A Quien Deseo Matar 98
—Te lo dije. Aunque viniera a buscarte, no deberías abrir la puerta.
Debe ser el Señor. Aún quedaba una ligera duda de que el demonio hubiera logrado imitarlo a la perfección, pero si fuera él, no habría venido hasta aquí solo para marcharse sin hacer nada, ¿verdad?
—Entonces, ¿Qué le parece esperar bajo el techo del pórtico?
—No puedo verte la cara.
Tum, tum.
—¿Quieres bajar?
—S-Sí. Espere frente a la puerta, bajaré enseguida.
—Pero no salgas.
—De acuerdo.
Giselle cerró rápidamente la ventana de su dormitorio, se echó un chal sobre el camisón y agarró la toalla más grande y gruesa que encontró en el baño. Su corazón latía más rápido que los pies que silenciosamente la llevaban escaleras abajo.
Subió con cautela la persiana de la ventana del salón que daba a la puerta principal, asegurándose de que no hiciera ruido. Poco a poco, la silueta del hombre sentado en los escalones del pórtico fue apareciendo.
Con el mentón apoyado en la mano, él la miraba fijamente a través del cristal. Su rostro se encendió de golpe y, sin darse cuenta, apartó la mirada. Hace un momento, cuando le había sonreído desde la tercera planta, todo parecía mucho más fácil.
Como si nada hubiera pasado. Por favor.
Recitó ese conjuro en su mente mientras intentaba mantener la compostura y empujaba la ventana para abrirla, pero la voz grave del Señor se coló por la estrecha rendija que apenas dejaba pasar el viento.
—No la abras del todo.
Giselle obedeció y solo dejó un espacio suficiente para que cupiera una mano. Le tendió la toalla.
—Gracias. Si en algún momento te parezco sospechoso, cierra y atráncala.
Regañándola incluso mientras aceptaba su amabilidad. Era, sin duda, su Señor.
—Lo haré.
Pero Giselle no estaba preocupada. De todos modos, pronto llegaría el taxi y, si algo pasaba, siempre podía gritar para llamar a la criada. Y, sobre todo…
'Creo que realmente es el Señor'
Cuando recordaba su tiempo en Templeton, Giselle podía distinguir claramente los momentos en los que el Señor era él mismo y cuando el demonio lo suplantaba. A pesar de que aquel ser imitaba bien al Señor, nunca lograba ser perfecto.
Las palabras y expresiones eran del Señor, pero sus acciones y el contenido de lo que decía a menudo no encajaban. Cuántas veces se había sentido frustrada al darse cuenta, demasiado tarde, de que había caído en su engaño.
Por eso, esta vez se mantenía alerta, observándolo con atención. Pero ahora, tanto sus palabras como sus acciones eran completamente las del Señor. No había ni una pizca de incongruencia.
Mientras lo observaba secarse con la toalla, Giselle notó algo: su camisa también estaba empapada. No llevaba corbata. Aunque solía vestirse ligero para los paseos, solo un abrigo encima de la camisa y los pantalones en una noche fría y lluviosa de otoño era demasiado.
—¿No tiene frío?
—Parece que has olvidado que soy un soldado que ha sobrevivido a marchas forzadas en pleno invierno.
Por supuesto que lo había olvidado.
Viéndolo así, con su porte intacto incluso bajo la lluvia, era fácil olvidar que había luchado en los terrenos más inhóspitos, enfrentando la muerte una y otra vez.
El Señor se secó el cabello mojado con rudeza. En esos momentos, Giselle veía en él no solo a un caballero refinado, sino también la crudeza de un depredador.
Las gruesas gotas de agua resbalaron desde su cabello hasta perderse en la hendidura profunda de su clavícula, para luego deslizarse por su pecho, oculto bajo la camisa.
De pronto, un recuerdo la golpeó: el sudor resbalando por la misma garganta mientras él respiraba agitadamente sobre ella.
Casi gritó.
Apartó la mirada, mordiéndose los labios, pero no duró mucho. La culpa despertó junto a un anhelo abrasador, y, como un girasol buscando el sol, sus ojos regresaron a él.
Dentro de mí también hay un demonio.
Como un ladrón que jura no volver a robar, pero no puede evitar meter la mano en bolsillos ajenos, Giselle se reprendió a sí misma, pero no dejó de mirarlo.
Fue en ese momento cuando él alzó la cabeza, peinándose hacia atrás con una mano. Sus ojos se encontraron.
…¿Es el demonio?
El corazón le retumbó en el pecho. No era emoción. Era miedo.
¿Por qué? En su mirada solo había calidez, sin rastro del odio ardiente con el que el demonio solía mirarla. No sabía qué era lo que la asustaba.
Después de un momento en silencio, Giselle apoyó las manos en el marco de la ventana y le hizo una petición.
—Señor, ¿puede darme una menta?
Él pareció confundido, pero cuando ella se cubrió la boca y murmuró que había comido sopa de cebolla en la cena, buscó en su abrigo.
—Veamos si traje alguna… Ah, aquí hay.
Abrió la pequeña lata y, con el ceño levemente fruncido, inspeccionó su contenido. Sus dedos se movieron dentro del envase, como si contara los caramelos, antes de sacar dos.
Alargó la mano por la ventana y, como de costumbre, Giselle inclinó la cabeza y abrió la boca para recibir uno.
Pero en cuanto la menta tocó su lengua, percibió un olor diferente.
Tierra húmeda.
Un olor similar al de la lluvia, pero mucho más fuerte. Incluso la menta dentro de su boca estaba impregnada de ese aroma. Sin embargo, Giselle no la escupió.
La mano que le había dado el caramelo salió de nuevo por la ventana, y el hombre se metió el otro en la boca.
Es el Señor.
¡Crack!
Es el demonio.
El Señor nunca mastica las mentas. Pero la primera noche que el demonio la visitó en su habitación… sí lo hizo.
Era una diferencia tan pequeña, tan insignificante, que el demonio nunca se molestó en ocultarla.
Mi intuición era correcta.
Giselle apretó con fuerza el marco de la ventana, preparándose para cerrarla de golpe si era necesario.
¡Clac!
La ventana, que estaba bajando de un tirón, chocó contra algo que se interpuso. Unas manos.
Ya no intentó cerrarla. En su lugar, trató de huir del salón, pero antes de dar siquiera un paso atrás, alguien le atrapó la muñeca.
—¡Mmmf!
Una mano cubrió su boca al mismo tiempo que otra empujaba la ventana hacia arriba. Como tentáculos salidos del abismo, aquellas manos la envolvieron y comenzaron a arrastrarla.
Giselle sabía que había sobrevivido a la guerra porque nunca había sido capturada por un soldado enemigo. Una vez atrapada, estaba perdida.
Peleó con todas sus fuerzas, pero no pudo vencer la fuerza del hombre que la sostenía. En un instante, fue sacada por la ventana.
El aire frío la envolvió, pero pronto un calor húmedo la cubrió por completo.
El demonio la había abrazado.
Cuando, instintivamente, levantó la cabeza, sus ojos se encontraron con un rostro familiar… y a la vez desconocido.
—Cuánto tiempo, preciosa.
Giselle empezó a temblar sin control. El demonio la observó con deleite antes de inclinarse para besar su frente.
Ella giró la cabeza de golpe y el beso falló.
—¿Por qué me esquivas? Es el beso de tu querido Señor.
Giselle negó con la cabeza desesperadamente.
—Ah, ¿no soy el Señor?
Sin previo aviso, el demonio la soltó.
Giselle cayó sobre los arbustos junto a la puerta. Antes de que pudiera reaccionar, el demonio se abalanzó sobre ella, hundiéndola en la vegetación húmeda.
—¡Mmph!
El grito de auxilio murió dentro de la boca del hombre, que la besó con ferocidad, devorándola como si quisiera tragársela entera.
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