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Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 248

REGRESO A CASA (4)




Pero Kassel ya había retrocedido hasta el límite. La consola le golpeó la parte trasera de los muslos. Al principio fue un contacto recto, pero cuando Inés se inclinó sobre su torso, el borde del mueble presionó contra sus músculos tensos.

Parecía sentarse casualmente, pero en realidad mantenía las caderas suspendidas, soportando su peso sin quejarse. Sin tiempo para detenerla o pensar con claridad, los pequeños botones de su pantalón cedieron uno a uno bajo sus dedos hábiles. Cada vez que sus yemas traviesas rozaban su entrepierna, sentía cómo la sangre se acumulaba allí, insoportablemente.

Inés observó con satisfacción el resultado: los calzoncillos abiertos y, más precisamente, el contorno abultado que se marcaba bajo la tela. Ya está erecto. Sonrió, segura como si conociera cada causa y efecto, selló sus labios con un beso.

Kassel respondió como un hombre que lleva diez días sediento, devorando su boca con urgencia. Inés rió contra sus labios, mordió el inferior para forzarlo a abrirse y deslizó su lengua dentro, robando su aliento hasta que este se derramó en ella.

Aprovechando su distracción, deslizó ambas manos por su espalda desnuda y bajo el pantalón ya suelto. Sus dedos encontraron piel directamente, sin la barrera de la ropa interior.


—…Hnn, ah…


Maldita sea. Maldita mujer… Las manos que agarraban sus nalgas firmes bajaron de un tirón, arrastrando calzoncillos y pantalón hasta sus muslos. Su miembro, liberado, saltó amenazante.

Pero Inés no soltó su agarre. Lo atrajo hacia ella, avanzando entre sus piernas abiertas hasta presionar su erección contra su propio vientre. Ignoró incluso la sensación obscena de que la empujara, concentrada en tragar cada embestida de su lengua. Era como si quisiera demostrarle cuánto poder tenía sobre él con solo una mano.

Como si cada caricia clavara en su mente la diferencia de poder: el de quien es amado. Astuta y traviesa. Pero sin una pizca de maldad… Irónico que la mujer que le parecía más frágil fuera también la más indomable.

Al final, sentía orgullo de esa altivez innata que lo arrodillaba. De esa rectitud que ni los mares ni las tormentas quebrarían. Sobreviviste. Volviste a mí. El poder que le había entregado la enorgullecía y la enamoraba.


—Mmm… ¿Hn?…

—…Haah…


Su miembro se frotó con fuerza entre sus vientres. A diferencia de su abdomen musculoso, el de Inés era suave, y él lo embestía como si ya estuviera dentro de ella. En otra ocasión, Kassel ya le habría levantado la falda, pero ahora sus manos solo se aferraban a su nuca y cuello, desesperadas por fundir sus alientos.

Eran besos urgentes, casi aplastantes. Inés arqueó el cuello sin dificultad, recibiéndolo mientras torturaba la punta de su erección con una mano. Ya rezumaba transparencia; lo acarició con las yemas, empapándolo por completo antes de apretar la base y retorcerla levemente, como si ordeñara un veneno.


—Ugh, ah…


El dolor solo avivó su lujuria.

El sonido húmedo de su mano bombeándolo era obsceno. Los nudillos rozaban su abdomen tenso. Cuando por fin separaron los labios, fue solo por un instante antes de chocar de nuevo, sin saber quién inició primero.

La otra mano de Inés acarició los músculos tensos de las nalgas de Kassel, luego deslizó sin prisa por sus muslos hasta arrancar de un tirón los pantalones y ropa interior que pendían a media altura. Con un movimiento brusco, pisó la prenda con su pie y la arrastró por completo al suelo.

Ella permanecía completamente vestida, sin desabrochar siquiera el último botón del cuello, mientras él yacía desnudo. Cuando separó sus labios, esbozó una sonrisa burlona, como si se mofara de su propio marido.

Sus ojos verde esmeralda —fríos como llamas heladas— recorrieron cada centímetro de su cuerpo: los hombros anchos, el pecho musculoso, el abdomen definido, hasta detenerse en su erecta y prominente virilidad. La mirada descendió por sus muslos marcados como los de un semental, brillando con una luz perversa antes de posarse en sus pies.


—Levanta el pie, Kassel.

—Inés.

—Sé buen chico.

—Basta ya…


Estaba al borde de suplicarle de rodillas: que pare, o mejor, que lo dejara entrar en ella. Su mente navegaba en un caos de contradicciones.

Inés soltó una risita burlona y preguntó con falsa dulzura:


—¿Basta? Si apenas comenzamos. Y ya goteas solo por unos toquecitos…


Si se detiene ahora, querrá enterrar la cabeza y morir. Sí, preferiría la muerte. Ella siempre lo llevaba al límite, hasta dejarlo sin aliento. Kassel observó cómo se quitaba los zapatos y, con sus delicados pies enfundados en zapatillas de seda, pisoteaba su ropa para separarla definitivamente de él.

La mitad de su mente seguía devorada por sus pensamientos; la otra mitad, por la culpa, como un muchacho inocente descubriendo el placer por primera vez. Era como si su cabeza rodara colina abajo, cada vez más lejos, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, observando estúpidamente cómo se alejaba.


—Ahora muéstrate.

—Inés.


Ella, habiendo devorado deliberadamente sus pensamientos, retrocedió unos pasos con una sonrisa radiante, sin rastro de sombras. Sus preciosos ojos verde oliva brillaban con travesura adorable. Tan adorable que quería aplastarla entre sus brazos. Pero el deseo lo paralizaba, como si cualquier movimiento pudiera lastimarla.

Era un viejo hábito: contener su fuerza por miedo a dañarla, agotando toda su energía en no hacerlo.

La mirada juguetona de Inés lamió visualmente su erección con provocación, aunque aún conservaba ese dejo de desconfianza hacia su marido mientras inspeccionaba hasta la punta de sus pies. No quería su preocupación, pero al final, era suya. Aunque recibir ese afecto tan precioso solo lo hacía sentir más culpable por excitársele aún más.

Me quieres. Te preocupas por mí. Me gustas tanto que… como si hubieras esperado mucho tiempo, como si me hubieras visto desde lejos y corrieras hacia mí sin aliento…

Kassel notó cómo sus ojos se detuvieron en una vieja cicatriz en su empeine. Recordó el momento en que su aliento se pegó a su espalda. Una sensación que le arrancaba el corazón. Como si respiráramos en un mismo cuerpo. Había negado a Dios por ella, por ella, había vuelto a creer.

Si no fuera por Dios, pensó, nunca habría nacido alguien como yo para sentir esto. Nunca habría existido una criatura tan adorable en mi vida...

Desde el principio, esta vida debería haber sido suficiente. No había razón para albergar pensamientos vanos.

Si al final estás viviendo este momento...


—Date la vuelta.

—.......No hay nada, Inés.

—Si fuera tú, en lugar de responder, ya me habría dado la vuelta.


Su esposa, incluso con ese tono arrogante que le resultaba tan entrañable, frunció el ceño con severidad, como un oficial de la policía buscando pruebas en un sospechoso.

Conteniendo el impulso de golpear el aire, Kassel apretó los dientes y giró hacia la consola. Al no verla frente a él, sus otros sentidos se agudizaron, como si hubiera cerrado los ojos. Su respiración aún era agitada por el beso que no había sido suficiente. Poco después, sintió su presencia acercándose, luego sus manos empujando su espalda hacia adelante.


—Tienes razón, no hay nada.


Una voz suave, y luego una mano que descendió desde su espalda hacia sus costillas, su abdomen, y finalmente se cerró alrededor de su miembro.


—Pero aún así, algo no me cuadra, Kassel.

—Mmm, ah, maldita... maldita seas, Inés......

—Después de todo lo que he hecho, ¿cómo podrías quedarte quieto? Ah... excepto aquí.


Ella presionó la punta de su erecto miembro con suficiente fuerza para causar dolor, mientras sus labios besaban cada centímetro de su espalda y sus uñas arañaban su longitud.


—Al menos he confirmado que esta parte de ti siempre es honesta.

—Inés. Por favor...

—Pero es extraño. El Kassel que conozco me habría derribado hace rato, enterrando su cabeza entre mis piernas como un perro. En cambio, apenas has podido morder mis labios y ni siquiera te atreves a tocarme.


Su voz, suave y baja, escondía un filo peligroso mientras pronunciaba palabras tan descaradas.


—Llegaste con esa cara de haber estado al borde de la muerte, y pensé en dejarlo pasar por lástima al verte tan patético... pero ni siquiera te atreviste a mirarme a los ojos.


El dolor en su voz por la decepción y el resentimiento era palpable. Si no hubiera retorcido su miembro como castigo, probablemente él se habría dado la vuelta y habría llorado de culpa.

Kassel contuvo la oleada de frío que le recorrió el cuerpo al sentir que estaba al límite, y cubrió su mano con la suya. Con un movimiento firme, deslizó su mano desde la base hasta la punta, logrando finalmente liberarse de su agarre. No requirió mucha fuerza, pero para él fue como levantar una roca.

Al darse la vuelta, sus labios se encontraron de nuevo. Esta vez, el beso fue breve, diferente a los anteriores..


—Me deseas, ¿no es así?

—...Siempre te he deseado, Inés.

—¿Qué estás ocultando?


Kassel no lograba dar forma a las palabras que bullían en su lengua.

Lo que estaba ocultando, quizás, era algo que ella debería contarle. ‘Yo también lo sé todo, Inés’, o ‘En realidad no lo sé todo, pero he llegado a entender algo. Tú...’. ¿Qué podía poner sobre la mesa? ¿A Emiliano? ¿Al niño que ella misma había matado? ¿O al suicidio revocado, al hecho de que al inicio de esa vida equivocada, existió alguien que ella nunca quiso?

‘¿Tu preciada Inés podría siquiera imaginar cuán desesperadamente la amas?’

Oscar.

‘Para mí, el cuerpo de esa mujer por la que aún suspiras no vale ni una noche en los burdeles, Kassel Escalante.’

Como en trance, observó cómo la punta de su miembro erecto rozaba los labios de Inés. Su hermoso rostro mirándolo desde abajo, arrodillada. Los ojos llenos de determinación por agitarlo hasta el límite y conquistarlo. Pero de pronto, la vitalidad y el amor en esa mirada se desvanecieron como una alucinación.

Ojos vacíos. Un rostro distorsionado por el dolor. Odio y deseo de matar...

‘Tu Inés...’

Desde su noche de bodas, había actuado como si todo esto no significara nada. Kassel comprendió vagamente por qué nunca había aceptado con gusto los favores de Inés. A pesar de que no había nada en ella que no le deleitara, ¿por qué le incomodaba?

En su primera noche, solo había apretado los dientes al pensar en ese amante que dejó su marca, alguien a quien Inés alguna vez amó. Odiaba al hombre que, habiendo recibido su afecto, la había acostumbrado a actos tan unilaterales. Le resentía a Inés Valesteina por considerar como amante a quien solo vio como un agujero para su placer.

Con el orgullo que conocía de ella, jamás habría llevado a su boca el miembro de un hombre al que no amaba, como si no fuera nada.

Eso era lo que le incomodaba...


—.......Inés.


Apretó con fuerza sus manos temblorosas por el shock, y con esfuerzo las extendió para apartar su rostro con cuidado.

‘Si te empujo a la cama en mi lugar...’

Finalmente, las lágrimas cayeron. A través de la visión nublada, el rostro pálido y lleno de preguntas de Inés lo miró. Quizás era una expresión cercana a la felicidad. Él se arrodilló ante ella, besó su frente y lloró.

Tú, tal vez, deberías haber pensado que esas cosas no eran gran cosa. Porque si no, sentirías que morirías en ese instante. Porque no podrías soportar ni un momento más ese infierno.

Quiso decirle: ‘Lo sé todo, así que está bien. Ya no pasará nada. Nosotros estaremos bien.’

‘Como lo sé todo, está bien...’ Kassel rió de su propio egoísmo. El que quería estar bien era solo él. Inés recién comenzaba a sentirse cómoda, como si nada hubiera pasado. ‘Me lo contarás todo cuando estés lista’, había dicho...

¿Tendremos suficiente tiempo hasta que estés preparada?

Recordó con ansiosa angustia esos cuatro años que Inés pasó aislada en Pérez, cómo casi dejó de respirar frente a él al ver ese collar en el equipaje. Esos espasmos desgarradores cuando enfrentaba rastros del pasado fuera de su cuerpo.

Era como si su pequeño cuarto estuviera sobre un castillo de arena a punto de derrumbarse.

¿Saber que yo sé sería un consuelo para ti? ¿O solo otra amenaza?

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