Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 153
Las brasas están en todas partes (30)
Tan pronto como tuvo aquella revelación, su cuerpo reaccionó con rapidez.
Si su mente hubiera pensado un poco más, quizás habría considerado la posibilidad lógica de que "si la dejo caer ahora, hay una alta probabilidad de que en realidad sea Inés". Tal vez incluso habría dudado por un instante.
Después de todo, esta era la habitación matrimonial, un lugar donde ni siquiera la ama de llaves podía entrar sin permiso. A menos que estuvieran juntos desde el principio o se les llamara específicamente, incluso los empleados más cercanos sabían que esta era la zona más privada de la residencia. Mucho más aún para alguien completamente ajeno.
Así era en Ortega: una habitación privada solo se cruzaba en ocasiones de extrema importancia, como la muerte de su ocupante. Y aún así, solo si existía un vínculo de gran cercanía.
Sí, racionalmente hablando, que otra mujer estuviera en esta habitación no tenía sentido en absoluto…
Pero no hubo espacio para la lógica.
Sin titubear, Kassel la arrojó a un lado.
Como si hubiera tocado por error un objeto que podría resultar peligroso al contacto. Con urgencia, pero sin violencia.
—¡Kyah!
Su rápida reacción fue la correcta. Inés Escalante jamás haría un sonido tan vulgar e indigno.
Después de casarse, ella solía darle consejos de vez en cuando:
"Por favor, piensa al menos dos veces antes de actuar."
"No tomes decisiones solo con tu cabeza, razona con sentido común… aunque, pensándolo bien, tu lógica también es bastante extraña."
Pero si Kassel se hubiera detenido a pensar, aunque fuera una vez, habría terminado sosteniendo a una extraña mujer en sus brazos durante varios segundos. En la misma cama donde dormía con Inés.
'Si hubiera reflexionado demasiado, el tiempo que habría tenido a esta mujer en mis brazos se habría duplicado'
Tal vez habría sido solo diez segundos, pero eso no hacía que le resultara menos repulsivo.
Con frialdad, Kassel miró a la mujer que yacía en el suelo. Solo la idea de no haber reconocido de inmediato que no era Inés le hacía querer golpearse la cabeza contra la pared de piedra.
Y para colmo, una desagradable sensación de déjà vu se filtró en su interior.
La forma en que se dejó caer en el suelo con una pose exageradamente lastimera, empujando levemente su cadera hacia atrás…
"Esto… ya lo he visto antes."
"Debe haber pasado una buena temporada en Mendoza."
En Mendoza, este tipo de escenas siempre comenzaban así. Era el prólogo clásico de muchas historias.
Excepto que, en este caso, él ya la había lanzado al suelo.
Esto confirmaba que no había sido un simple error.
Esto era completamente intencional.
—Señor… ¿por qué de repente…?
Sus ojos temblaban con una expresión de desconcierto, como si lo culpase de su sufrimiento.
Levantar a una mujer por sorpresa y luego soltarla como si fuera basura era, sin duda, una locura.
Pero en esta habitación, el loco no era él.
La desconocida tenía una estatura similar a la de Inés. Su complexión también se asemejaba. Llevaba el mismo cabello negro y un vestido blanco… Era una coincidencia demasiado perfecta para que se tratara de un error inocente.
Pero el problema no era solo la similitud física.
—…¿No me ha reconocido al fin?
Kassel se quedó mirando a la mujer con total indiferencia.
Ni siquiera la escuchaba.
Sus ojos estaban fijos en su cabello.
El peinado era exactamente igual al de Inés.
Cada ángulo, cada pliegue, cada hebra acomodada de la misma forma.
'¿Es siquiera posible que dos mujeres se peinen exactamente igual?'
Kassel siempre había pensado que el peinado de Inés era único.
Desde que llegó a Calstera, ella misma se encargaba de arreglar su cabello. Siempre prolijo, pero con un toque de naturalidad. No lo recogía con una altura exagerada como las damas de Mendoza, ni lo tejía con elaboradas trenzas al estilo de las doncellas de Calstera.
Era un estilo más bajo, más sencillo, con mechones sueltos aquí y allá, domados con un ligero aceite perfumado.
'Un estilo que la hacía parecer una ninfa del bosque… o una santa de una pintura sagrada'
Por un instante, su mirada se suavizó con fascinación.
'Incluso sus pequeños descuidos forman parte de su perfección'
Pero luego, su expresión se endureció de nuevo.
Cada mínimo detalle de aquel peinado estaba copiado con precisión.
Al igual que el vestido.
—……
—……
Los ojos de Kassel, antes iluminados por la luz del sol, se tornaron sombríos y profundos como el océano.
'Hoy, la última vez que vi a Inés, solo alcancé a ver el dobladillo de su falda al lado de la estantería'
Esa mañana, antes de salir a entrenar, le había dado un beso en la coronilla mientras ella dormía profundamente, con la cabeza enterrada en la almohada.
Esa era la última imagen que tenía de ella.
Sus ojos recorrieron el vestido de la extraña, desde el dobladillo hasta la cintura.
Era simple y ajustado, pero la fina capa de encaje sobre la tela lo hacía destacar.
El diseño, la distribución del encaje, el ancho de la falda…
—…Ese vestido, ¿de dónde lo sacaste?
El vestido de la desconocida se superpuso mentalmente con el que había visto en la biblioteca.
Era una copia exacta.
No solo similar.
Era Inés Escalante, reproducida minuciosamente.
Con planificación.
Con intención.
Como una pintura cara que alguien había intentado falsificar.
El corpiño era idéntico al de otro de los vestidos blancos de Inés.
Era como si hubieran cortado dos de sus vestidos por la mitad y los hubieran cosido juntos.
—…Los sastres de Calstera que visitan la mansión de los Escalante se han vuelto populares.
—Ah…
—Ahora, los vestidos de Inés están de moda. Por eso, por casualidad, mandé a hacer uno parecido.
'¿Parecido?'
No era parecido.
Era igual.
Una réplica perfecta.
¿De verdad los sastres de Calstera habrían hecho una copia tan exacta por casualidad?
—Pensé que le gustaría, señor… ¿No es de su agrado?
'Así que ahora usa el nombre de Inés para justificarse'
Kassel sonrió con frialdad.
—Ya veo… Pensé que habías robado el vestido de mi esposa.
Un verdadero caballero de Ortega jamás señalaría el crimen de una dama, incluso si la veía robando con sus propios ojos.
La mujer se puso roja como un tomate.
—¡Yo nunca haría algo así…!
—No sé de qué eres capaz.
—……
—Porque no tengo idea de quién eres.
—¿Cómo… cómo puedes decir que no me conoces?
Kassel frunció ligeramente el ceño con desagrado.
—¿Se supone que debería saber quién eres?
—Pero… me miraste antes…
—¿Yo?
Su tono, normalmente cortés, adquirió un matiz de burla.
Al otro lado de la habitación, más allá del dormitorio, se encontraba la biblioteca. Allí estaba Inés con sus invitados.
Por un momento, quiso tomar a esa mujer y arrojarla por la ventana, deshacerse de ella de inmediato. Pero no podía.
Ella era una de las invitadas de Inés.
Por respeto a su esposa, todo debía resolverse sin escándalos, sin interrupciones. Con discreción y sin cabos sueltos.
—Hace un momento, cuando estabas en la puerta, miraste hacia adentro varias veces. Todos pensaban que ni siquiera estabas aquí, pero yo sí te vi. Incluso Inés no se dio cuenta de tu presencia, pero yo sí… Finalmente, me miraste…
—……
—Nos cruzamos la mirada dos veces en la biblioteca. Lo recuerdas, ¿verdad, señor? Fue un momento… como un sueño…
—Lamento decepcionarte, señora, pero esta es la primera vez que veo tu rostro. Aquellos dos momentos de los que hablas…...
Probablemente habían sido simples reflejos. Kassel no tenía ni el más mínimo recuerdo de haberla visto antes.
—Tal vez fue solo coincidencia. Sin significado alguno.
—¿Cómo puedes decir que no significó nada? Lo que compartimos hoy fue real…...
Era cierto que sus miradas se cruzaron.
Desde que regresó a Calstera tras su matrimonio, este tipo de situaciones habían ocurrido con frecuencia.
Kassel Escalante había lidiado con ello toda su vida. La maldición de un rostro demasiado atractivo.
Siempre había personas que se tomaban incluso el más mínimo gesto como una señal. Mujeres, hombres… no importaba.
Cada mirada, cada suspiro, cada movimiento… era motivo de obsesión para alguien.
En Mendoza, había sido aún peor. Se había encontrado con muchas como ella. Mujeres que tejían fantasías en sus mentes sin que él siquiera les dirigiera la palabra.
Rechazarlas era parte de su rutina.
En circunstancias normales, ni siquiera se molestaría en responder.
Perder el tiempo en desmentir fantasías ajenas era un desperdicio de energía.
Pero esta vez era diferente.
Esta era su casa.
Era la casa de Inés.
—Si te hiciste ilusiones, lo lamento. Pero desde el momento en que entraste a la habitación de una pareja casada como una rata, solo confirmaste que estás loca.
—¿Rata…?
Incluso si lograba imitar su cabello, su ropa y su postura… jamás podría replicar los ojos de Inés.
Esa mirada verde oliva que solo pertenecía a su esposa.
Kassel la observó con indiferencia, viendo cómo el impacto se reflejaba en sus ojos castaños.
Parecía incrédula, como si nunca hubiera escuchado palabras tan crueles en su vida.
Pero a él no le importaba.
—¿Esto fue planeado?
—¿Planeado? ¡Solo he estado esperando! No necesitamos planes, señor. Solo esperé un encuentro fortuito… una señal suya…...
—¿Desde cuándo?
—Esta es la tercera vez… Desde Mendoza.
—Disculpa, pero no recuerdo haberme presentado ante ti jamás.
—Porque nunca lo hicimos.
—Si confundes verme con haberme encontrado, es un problema.
—No había necesidad de presentarnos. Desde el primer momento, al mirarnos, nos sentimos como si nos conociéramos de toda la vida.
—Qué conveniente.
Kassel sonrió con burla.
El rostro de la mujer se tensó de inmediato.
—Así que… fuiste invitada por mi esposa, entraste a su casa, la miraste a la cara… y aun así, tuviste el descaro de entrar en su dormitorio.
Kassel extendió la mano y la sujetó del hombro con fuerza.
Ella gimió de dolor mientras era obligada a incorporarse.
—Vestida de pies a cabeza con cosas robadas de mi esposa… Y luego, intentaste robar a su esposo.
Qué patética.
Kassel recorrió su cuerpo con una mirada de absoluto desprecio.
La mujer, quizás en un último intento desesperado, estiró la mano y se aferró a la tela de su camisa, como si buscar refugio en él fuera una opción.
Kassel miró su mano como si fuera un insecto pegado a su ropa.
—¿Qué se supone que debo hacer contigo? No tengo el menor interés en mujeres tan repulsivas.
—¿Le resulta repulsivo… el amor puro de una mujer, señor Escalante?
—No. Lo que me repugna eres tú.
Sus dedos temblaron con fuerza.
Kassel estaba a punto de apartarla de un manotazo cuando ella, de repente, murmuró con resentimiento:
—Pero con Señora Montes… sí aceptó, ¿no es cierto? Con esa mujer sí…...
—¿Quién?—
—Ella misma me lo dijo.
—Eso es un rumor ridículo. Ni siquiera la conozco.
—¿De verdad? Porque ella habla de usted como si lo conociera muy bien. Incluso delante de Inés.
Los ojos de Kassel, antes llenos de desprecio, se oscurecieron con una sombra inquietante.
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