Anillo Roto: Este matrimonio fracasará de todos modos 151
Las brasas están en todas partes (28)
—¿Y qué hay de Inés?
—……
—Alfonso.
—¿…Sí? Ah, señor, hoy ha regresado bastante temprano. Qué descortesía la mía…
—¿En qué estabas pensando tan profundamente?
Al final del pasillo, en una esquina apartada, se encontraba la habitación del mayordomo. A pesar de su apariencia severa y pulcra, su dueño tenía en ese momento una expresión totalmente aturdida. Se sobresaltó al ver a su señor, quien ya había regresado sin que él se diera cuenta.
Kassel entrecerró los ojos con indiferencia.
—Cualquiera pensaría que te pillé robando unos cubiertos de plata.
El comentario lo hizo saltar nuevamente, lo que dejaba aún más en evidencia su estado cada vez más frágil.
Todo el mundo en la familia Escalante sabía que don Alfonso era un hombre de absoluta rectitud. Antes se cortaría un dedo que robar un lingote de oro, incluso si lo amenazaban con un cuchillo.
Por eso, en lugar de sospechar que el mayordomo tenía la conciencia intranquila, Kassel comenzó a preguntarse si algo grave le había ocurrido.
Porque, ciertamente, Alfonso no estaba bien últimamente. ¿Desde hace tres días? No… ¿una semana? ¿Diez días? Kassel intentó recordar, pero al estar tan concentrado en Inés, le resultaba difícil precisar el inicio del cambio.
—No podría hacer algo así, señor. Yo jamás…
—Lo sé. No harías una tontería semejante.
—……
—Si quisieras robar algo, hay cosas mucho más valiosas que están menos a la vista.
—Sí, claro… ¿eh?
Tardó un segundo en captar la broma fría de Kassel y se quedó paralizado. Pero Kassel no le prestó atención y, en su lugar, preguntó con sincera preocupación.
Como si dijera: "Así de mal te ves".
—¿Ha ocurrido algo en tu tierra natal?
—……
—Alfonso. Otra vez tienes esa cara de estar perdido.
—No, no es nada…
—No parece que sea "nada".
—En realidad, sí… Es decir, en realidad, mi hermana…
—¿María?
—…Señor, ¿de verdad recuerda el nombre de mi hermana?
Alfonso apretó los labios, como si contuviera las lágrimas. ¿Emoción? ¿Culpa? ¿Tristeza…? Era una expresión imposible de describir. Y, para Kassel, un gesto repentino y un tanto incómodo.
Alfonso siempre había parecido más viejo de lo que realmente era, un caballero que oscilaba entre la madurez y la vejez. Unas lágrimas reprimidas o una mirada temblorosa y desvalida no le correspondían en absoluto.
Tampoco era que ellos tuvieran una relación tan cercana.
Kassel retrocedió un paso antes de preguntar:
—Entonces, ¿qué pasó con tu hermana y tus sobrinos?
—Uno de mis sobrinos contrajo tuberculosis de repente…
—¿Es grave?
—No. Afortunadamente, su recuperación va bien.
—Debemos enviarles un dinero.
—No es necesario.
—María tiene ocho hijos, ¿verdad? Los inviernos en las montañas de Espoza son muy duros. No solo debe sanar, sino que toda la familia debe sobrevivir a la temporada.
—No, señor. Ya recibo un salario más que generoso, no puedo aceptar un gesto tan excesivo…
—¿Ah? ¿Quieres que te suba el sueldo?
—¡No…! Ya gano el equivalente al salario de seis sirvientes. Es demasiado…
Al parecer, Alfonso era plenamente consciente de la diferencia de salarios con el resto del personal. Pero, ¿por qué parecía sentirse culpable por ello? Kassel se acarició la barbilla y dijo con calma:
—¿Seis sueldos? No tenía idea… De todos modos, envía dos semanas de tu salario a nombre mío a la casa de tu hermana. Así no tendrás que inventarte una excusa para justificarlo en los registros.
—De verdad, no es nec....
—Y hablando de eso, ¿qué hay de Inés?
Tan pronto como escuchó el nombre de Inés, el rostro ya cansado de Alfonso pareció envejecer cinco años más.
¿Era solo su imaginación? No, no lo era.
Pero el mayordomo rápidamente se recompuso y respondió con compostura.
—Está en la biblioteca del segundo piso con los invitados.
—Con razón no ha salido a recibirme nadie.
—La mayoría del personal está atendiendo a las damas en el segundo piso. Los invitados llegaron sin previo aviso… De todos modos, para cuando usted regresara, ya deberían haber bajado para recibirle.
Kassel chasqueó la lengua, como si estuviera harto, pero esbozó una sonrisa. Mi hija sí que es popular…
Era la misma expresión de orgullo que habría puesto el duque de Ballestena. O, mejor dicho, la que habría tenido hace diez años.
Sin decir nada más, se dirigió a las escaleras para subir. Sin embargo, se detuvo de repente, como si hubiera cambiado de idea.
Tal vez porque, aunque subiera ahora, Inés no sería suya…
Mientras se acariciaba la barbilla, Kassel comentó:
—Es curioso… Los carruajes de los invitados están estacionados más allá de la colina, lo que impide ver claramente la actividad en la casa.
El mayordomo, que momentos antes parecía conmovido al ver a su señor, mostró ahora una expresión ligeramente irritada. ¿Y qué más da?
Pero Kassel ya había encontrado la causa de la extraña actitud de Alfonso, así que no le dio importancia a su rostro molesto.
—¿Cómo es posible que en esta mansión no haya espacio ni para un solo carruaje de invitados?
Bueno, es porque la casa es demasiado pequeña, la razón por la que es tan pequeña es porque cierto señor, un día, con la cabeza llena de ilusiones, decidió compartir habitación con su esposa y, para hacerlo, recurrió a medidas desesperadas. Y fue por esas mismas tretas que terminó deshaciéndose de la enorme mansión que parecía una fortaleza...
Alfonso lo tenía todo escrito en la cara, pero Kassel, con su expresión impecable, miraba fijamente la esquina de la pared como si contemplara un paisaje lejano, sin darse cuenta de la respuesta frente a él.
—¿Deberíamos mudarnos otra vez? Cerca de donde estaba el cuartel original.
—…….
—¿Qué opinas?
—Todo depende de la voluntad del señor.
—No tienes entusiasmo. Dame una opinión seria.
—Creo que Alondra debería opinar en mi lugar.
—Si le pregunto a Alondra, me va a lanzar una lluvia de insultos, ¿estás seguro?
Y con razón. Alondra, la ama de llaves que había dirigido la repentina mudanza, seguía teniendo dolores de cabeza por todas las pertenencias de Kassel que no cabían en la casa. Había mandado de vuelta a la fortaleza de Espoza un sinfín de cajas, e Inés había enviado otras tantas a la casa de sus padres, el castillo de los Pérez.
Kassel también lo sabía. Aquello no era más que un regreso al punto de partida.
—…Si entiendes por qué te criticaría, ¿realmente quieres mudarte otra vez?
—Los invitados de Inés van y vienen casi a diario. Antes no habría sido un problema, pero en una casa tan pequeña, recibir visitas es incómodo.
Kassel sostuvo la mirada insolente de Alfonso, que parecía preguntarse si apenas ahora se daba cuenta de eso. Que Inés, quien solía evitar a la gente con aversión, hubiera cambiado de esa manera solo ocurrió después de un tiempo en Calstera.
Cuando recibió esta casa justo antes de casarse, Kassel se imaginó una vida tranquila con la encantadora y antisocial Inés Valeztena, juntos en un espacio acogedor, molestándose y disfrutando de su mutua compañía. No esperaba verla reinando en un estrecho salón como la reina de la sociedad de Calstera.
Al pensarlo, sintió una punzada de compasión por ella y frunció el ceño.
—Si seguimos así, la reputación de Inés se verá afectada.
Aunque en realidad, nadie consideraba a sus visitantes insignificantes solo porque los recibían en esa pequeña residencia de dos pisos.
A los ojos de Kassel, aquella casa, que le seguía pareciendo diminuta como un agujero de ratón, era sin duda la mejor situada en la colina de Logroño...
—La señora conoce la
casa mejor que usted, así que, a diferencia de usted, sabe administrar el espacio con precisión.
—Eso es porque mi Inés es meticulosa y organizada.
—…….
Alfonso hizo una mueca sutil y movió los labios como si estuviera a punto de decir algo.
—…Por supuesto, la señora es así.
—Pero no tendría que serlo tanto si viviéramos en una mansión más grande, ¿no crees?
—Quizás sería mejor que saliera más seguido, como antes… Después de todo, fue cuando usted empezó a entorpecer sus salidas de manera obsesiva que ella se volvió así.
Sus palabras llevaban una indirecta punzante, pero Kassel negó con la cabeza como si no le afectaran en absoluto.
—En aquel entonces, Inés estaba enferma.
—Ahora no lo está.
—Pero sigue siendo muy frágil. Salir demasiado no es bueno para su salud. Incluso subir y bajar la colina en carruaje puede ser un esfuerzo para su pequeño y delicado cuerpo…
¿Frágil...? Alfonso repitió la palabra en su mente con incredulidad.
—Desde otoño, no importa cuánto coma, no sube de peso.
—…Perdone, pero la señora se ve mucho más saludable ahora que cuando llegó a Calstera en verano.
—Se esfuerza por sonreír para que la gente de la casa no se preocupe. Alondra y Yolanda se angustian por cualquier cosa, así que… finge estar bien.
Kassel ignoró con naturalidad los comentarios sobre cómo Inés había ganado algo de peso y, en su lugar, comenzó a pensar en qué prepararle para la cena, como si fuera una preocupación propia de Alondra.
De repente, como si hubiera recordado algo, preguntó:
—Eso de 'obsesivo' ¿qué quieres decir con eso?
—Nada en especial. Solo que su manera de impedir las salidas de la señora en ese entonces fue un poco…
—Para que quede claro, Alfonso. No soy un marido celoso que odia que su esposa salga de casa.
—No he dicho nada, señor.
—No soy un enfermo que disfruta encerrando a una mujer.
—Por supuesto que no.
—Solo me preocupaba por ella. No me malinterpretes.
—No lo hago, señor.
—No me importa que Inés vea a cien personas al día. Siempre y cuando no sea demasiado para su frágil cuerpo.
—…Ya veo….
—Solo me preocupaba que, si se desmayaba en un lugar desconocido, y Raúl Valán no estaba, o el carruaje no estaba, o no hubiera un médico cerca…
—Entiendo.
—Eso es todo.
Kassel lo dijo con tanta sinceridad que parecía haber vaciado su alma en esas palabras. Alfonso no dudó de su veracidad.
—…Por supuesto, esta casa es tan pequeña como la palma de mi mano, y si Inés nunca sale, es como si siempre estuviera en la palma de mi mano, lo cual… maldita sea, lo admito, me produce una satisfacción ridícula.
—…….
—Pero esos son pensamientos que solo tienen los malditos enfermos mentales… ¿No crees?
Era como si estuviera confesando algo que ni él mismo había querido admitir.
Kassel se frotó la cara con frustración, como si se estuviera reprendiendo a sí mismo.
—Alfonso. ¿Crees que esto es una enfermedad?
—Probablemente….
—Ah. Entonces tenemos que mudarnos. Definitivamente tenemos que mudarnos. Antes de que esta maldita enfermedad empeore…
Alfonso, que pensaba que no era el momento adecuado para hacerlo, se quedó en silencio, viendo a su amo tomar una decisión arbitraria y marcharse.
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