La Elección de Afrodita 52
Esos ojos ardientes
DebÃa de estar bastante herido, pues apestaba al rústico olor de la sangre. A la chica no le gustaba el olor a sangre. Si hubiera sido en cualquier otro momento, se habrÃa tapado la nariz con asco y le habrÃa dado la espalda. Pero en ese momento, no le apetecÃa hacerlo.
Un fuerte sentimiento de atracción la unÃa a él. No se debÃa a su aspecto, tan sucio que apenas podÃa verle bien. Mucho más esencial que eso, era una sensación que las palabras no podÃan explicar, y que la llenaba por completo.
El chico frunció el ceño. TenÃa una gran herida en diagonal por encima de las cejas, y ahora que tenÃa las cejas fruncidas, ella podÃa verla mejor. Vio la sangre que se habÃa coagulado alrededor, y pensó que debÃa de dolerle mucho.
'¿Y si lo toco de forma equivocada y le hago daño por accidente?'
Incapaz de poner las manos sobre él debido a esa incertidumbre, se limitó a mirarlo sin tocarlo. Pero de repente sus ojos se abrieron de par en par.
"¡Ah! ¡Oh no!"
El chico, que movÃa su cuerpo con dolor, estaba a punto de caer de la roca. Sobresaltada, olvidó su incertidumbre y lo atrapó. Sus brazos no podÃan sostenerlo por sà solos, asà que saltó sobre él y cubrió la parte superior de su cuerpo con los suyos, impidiendo apenas su caÃda.
Suspirando aliviada, giró la cabeza para encontrar un par de ojos peculiares que la miraban.
Era la primera vez que veÃa los ojos de alguien desde tan cerca. Sólo eso era sorprendente en sà mismo, pero además, esos ojos... llamas rojas se balanceaban bajo el tranquilo color gris. Los misteriosos ojos del chico contenÃan el nacimiento y la muerte de planetas, una larga historia. La chica, nacida de los restos muertos de un antiguo dios, estaba fascinada y embelesada por la fuerza de esos misteriosos ojos.
El hecho de que la chica viera los ojos del chico significaba que lo contrario también era cierto. El chico también miró fijamente a la chica. No estaba claro qué estaba pensando. Los dos permanecieron en silencio durante un rato, reflejando las imágenes del otro en sus ojos, diferentes como el fuego y el agua.
Al poco tiempo, fue el chico quien habló primero.
"¿Eres una nereida?"
Si las hijas de Nereo, las hadas del Mar Egeo, hubieran escuchado esto, se habrÃan quedado sorprendidas. Desde que la muchacha habÃa entrado en el Mar Egeo, las nereidas habÃan evitado desesperadamente encontrarse con esta increÃblemente poderosa invitada no invitada. Tanto es asà que habÃan cambiado las corrientes del Mar Egeo.
La chica, por supuesto, ni siquiera sabÃa lo que era una nereida, y mucho menos toda esa situación.
"¿Qué es una Nereida?"
"Parece que no. Ya lo suponÃa. ¿Una sirena, entonces?"
"¿Qué es una sirena?"
"No, una sirena no vendrÃa hasta aquÃ"
"Estás diciendo tonterÃas. Como una tonta"
Ella no dijo eso porque realmente pensara que era un tonto. De hecho, era todo lo contrario. Ella misma se sentÃa estúpida, por no saber ninguno de los nombres de las cosas que él decÃa. Y no sólo eso, sino que le molestaba no poder negar lo que él le pedÃa diciendo quién era en realidad: no tenÃa un nombre que darle.
Lo habÃa dicho como un mecanismo de defensa, por asà decirlo.
"¿No eres ninguna de esas cosas?"
Ella negó en silencio con la cabeza. Sin embargo, tampoco le gustó que el chico no dijera nada.
No se dio cuenta de que su actitud no era muy agradable. En parte se debÃa a que su personalidad natural ya era muy voluble, pero sobre todo se debÃa a que no habÃa tenido una conversación con alguien igual a ella.
"Entonces eres..."
"Suficiente. Yo también quiero preguntar algo"
"¿Eh?"
"Has estado haciendo todas las preguntas. Yo también tengo muchas cosas que quiero saber"
Sin reconocer el hecho de que aún no habÃa dado una respuesta clara a la pregunta del chico, refunfuñó como si él hubiera estado totalmente equivocado.
Pero no actuó asà con ninguna intención maliciosa. Afortunadamente, el chico tenÃa la capacidad de distinguir entre las buenas y las malas intenciones. Dicha habilidad se adquirÃa a través de mucha experiencia, y las experiencias en cuestión no podÃan ser muy agradables, por lo que quizás era difÃcil llamarlo "afortunado", pero de todos modos dejó que la chica hiciera lo que quisiera.
"De acuerdo entonces, adelante"
La chica sonrió ampliamente.
"En primer lugar, ¿Quién es usted?"
* * *
El hijo de Hera, la oveja negra del Olimpo. El tÃtulo oficial de Hefesto era el primero, pero en la práctica, su nombre era el segundo. Ser el "hijo de Hera" significaba que no era un niño concebido por la semilla de Zeus, sino un hijo sólo de Hera.
Los hijos que eran producidos por las diosas por sà solas solÃan ser especialmente honrados. Esto se debÃa al precedente de que Urano, que nació solo de Gea, la madre de la tierra, se convirtió en el amo del mundo.
Sin embargo, Hefesto creció sin recibir este tipo de trato valorado, tratado como una oveja negra entre el rebaño. La razón era sencilla.
"La dama Hera te pide que vuelvas"
"¿Por qué?"
"No dijo la razón especÃfica, pero sabes que está muy ocupada"
"Pero he oÃdo que hoy era su dÃa de descanso"
Hera, la diosa madre que habÃa dado a luz a Hefesto, lo evitaba más que a nadie. Esa era la razón.
Naturalmente, esto hizo que los dioses inferiores que servÃan a Hera también miraran con desprecio a Hefesto. Aunque hablaran con palabras suaves y sonrisas, su condescendencia no podÃa ocultarse del todo.
"Bueno, debes haber escuchado mal"
Fue Atenea quien le habÃa dicho a Hefesto que hoy era el dÃa de reposo de Hera. Era imposible que se equivocara. El dios subordinado de Hera simplemente habÃa estado inventando cualquier razón que se le ocurriera para hacer que se fuera.
"Bueno, adiós entonces, señor Hefesto"
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