La Elección de Afrodita 43
El regreso del esposo
Afrodita casi sintió pena por los asistentes de Ares. ImagÃnate, estos espÃritus que habÃan nacido con un único propósito, sembrar la locura en los corazones de los hombres y causar estragos en el campo de batalla, eran ahora parte desventurada del torpe intento de su amo de seducir a la diosa del amor. Pero cualquier lágrima que derramara por ellos serÃa inútil: para Ares, el valor de todo y de todos se medÃa únicamente por el modo en que servÃa a su propósito.
Ajeno a sus pensamientos, el dios de la guerra le preguntó: "¿No estás conmovida?".
"¿Acaso importa?"
Respondió ella mientras seguÃa a Ares hasta su cama.
Pero en secreto, habÃa algo que él decÃa que conmovÃa a Afrodita, aunque ella hacÃa lo posible por no demostrarlo. De camino a su guarida, Ares no dejaba de divagar sobre cómo no habÃa nada que deseara más en la vida que acostarse con ella. También siguió prometiendo que habÃa preparado una sorpresa para su primera noche juntos. La diosa del amor era tan buena como cualquiera a la hora de olfatear los halagos ociosos, pero esto último le pareció sincero y la conmovió.
A pesar de ello, Afrodita seguÃa pensando en otro hombre, en otro dios, mientras subÃa a la cama del dios de la guerra. Otros, como el que tenÃa delante, moverÃan cielo y tierra sólo por pasar una noche con ella. ¿Pero el que importaba? Ella no podÃa ver ni una sombra ni oÃr un susurro sobre él. Esto endureció su decisión al pensar que a Hefesto no le importaba si los rumores sobre ella y Ares eran ciertos.
"Bien, hagámoslo"
"¡Genial!"
Dijo Ares mientras le arrancaba la ropa con avidez. Incluso en la oscuridad, Afrodita podÃa seguir sus ojos carmesÃ, como si su desbordante lujuria los hiciera como el sol, brillando con luz propia. Pero su mente estaba en otro par de ojos, un par más oscuro.
El dios de la guerra debió de leer su mente porque la agarró del pelo y tiró hacia arriba, obligando a Afrodita a mirarle a los ojos.
"MÃrame" dijo, con la voz ya rasposa por el deseo.
Ella no querÃa hacerlo, pero luego pensó que era mucho mejor que tener que escuchar su voz. Mientras Ares la empujaba contra la cama con brusquedad, Afrodita notó lo extraño que era que el dios de la guerra no tuviera la voz más varonil de todos los dioses del Olimpo.
Justo cuando la agarró por las rodillas y estaba a punto de abrirle las piernas, un súbito rugido los envolvió. Era tan fuerte que no podÃan oÃrse entre ellos ni a sà mismos. Afrodita se puso rÃgida, mientras que Ares se puso en pie de un salto con reflejos felinos y se agachó en posición de defensa.
Incluso antes de que sus mentes terminaran de procesar lo que estaban oyendo, aparecieron unas barras de la nada, rodeándolos a ellos y a la cama. No, se corrigió Afrodita. Lo que los atrapaba parecÃa más bien la malla de una red de pesca, sólo que más gruesa y sólida.
"¿Qué es esto?"
Rugió el dios de la guerra mientras agarraba el objeto en forma de red e intentaba arrancarlo con poco éxito. Ni siquiera pudo cerrar la mano que sostenÃa el misterioso material en un puño, ya que mostraba una solidez sorprendente. Ares intentó entonces golpearlo con la otra mano, con más o menos los mismos resultados.
Al mismo tiempo, una idea apareció en la mente de Afrodita, haciendo que se agarrara el pecho con sorpresa y placer a partes iguales. Sé quién ha hecho esto, pensó. Sólo una entidad podÃa trabajar el metal de tal manera que lo hiciera tan flexible y fino como un hilo, y a la vez más fuerte que incluso algunos dioses. Al darse cuenta de ello, se sonrojó de alegrÃa. Que Hefesto creara una trampa creando un lecho lo suficientemente aislado como para que Ares considerara utilizarlo en esta cita, pero no tan oculto como para no verle, y que luego colocara esta red aquà sólo significaba una cosa.
"Hah"
Rió Afrodita cuando Ares la miró como si hubiera perdido la cabeza. Pero ambas cabezas giraron en la misma dirección al oÃr los ruidosos pasos sobre el suelo cubierto de hojas del bosque. De dos en dos, los habitantes del Olimpo atravesaron el espeso follaje y a su cabeza habÃa un dios.
Hefesto.
La mirada asesina de Hera, el desprecio de Apolo, el asombro de Artemisa y las miradas de todos los demás dioses y diosas, asà como sus tonos de desaprobación: para Afrodita, bien podrÃan no haber existido, ya que sólo tenÃa ojos para su marido. Ella se deleitaba en el hecho de que él habÃa escuchado los rumores y, lo que es más importante, no era insensible a ellos. ¿Cuál serÃa si no la conclusión de esta elaborada trampa que habÃa tendido? Incluso involucró a las otras deidades como testigos.
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