MARMAR 137






Marquesa Maron 137

Arco 30: Principios de verano, '¡Purificación en el nombre de Maron!' (4)





Llevaba una camisa fina de hombre, un bolsillo para alimentar a las gallinas atado a la cintura y una larga rama de sauce en una mano. Debajo de la falda ondeante por el viento, se veían sus pantorrillas, donde comenzaba a crecer vello. Para colmo, como era verano y hacía calor, iba descalzo.


…….


Maris no abrió la boca. Su asistente también guardó silencio y solo me miró.

Parecía que ambos pensaban que yo era el responsable tanto de su atuendo como de su estado actual.


Hey, Quentin.

¿Hm?

Conviértete en un buen rey.


No había mucho más que decir. Todavía era demasiado joven para ser rey. Creció como heredero al trono y aún tenía un sinfín de cosas que aprender, así que no era necesario preocuparse por su educación. De hecho, esa era una preocupación más propia del pueblo de Holt que mía.


Come bien, no te enfermes y duerme lo suficiente.


Quentin pertenecía a la realeza, la cúspide de esta sociedad feudal de fantasía. En el Castillo de Maron, él solo era un pastor despistado que alimentaba gallinas y corría con los niños, pero en cuanto saliera, se convertiría en un príncipe al que innumerables súbditos venerarían.

Un joven rey que debía derrocar a ese lunático de Mikaelan Holt y ocupar el trono.


¿Ni siquiera te entristece que me vaya?


Quentin resopló y me señaló con el dedo.

Parecía molesto porque mi actitud al despedirlo era demasiado despreocupada, así que saqué un pañuelo del bolsillo del chaleco de Maris y me froté rápidamente los ojos.


¡Ay, qué tristeza! ¡Ay, qué dolor! ¡Ay, mi niño finalmente se independiza!

Déjalo ya.


Quentin bufó y se sentó con las piernas abiertas, haciendo que su falda se abriera de golpe.


No sé cómo agradecer al príncipe heredero de Casnatura. Aunque quien me salvó fue Marquesa Maron, usted es quien me ayudará a recuperar mi lugar. Se lo prometo: cuando regrese a Holt y la situación se estabilice, le devolveré el favor.

¿Quién eres tú? Mi Quentin no habla así de maduro.

¡¿Por qué soy tu Quentin?!

¡¿Quién eres tú?!

¡Sevrino me lo escribió!


Ah, con razón. Desde antes, el tipo había estado merodeando por aquí, espiándonos.


Me dijo que debía hablar con dignidad. Pero no es diferente de lo que siento. Estoy agradecido con el príncipe heredero Maris, y saldaré esta deuda.

Bien, haz lo que quieras. Pero ¿y yo?

¿Qué pasa contigo?

Yo te salvé la vida. ¿Por qué a mí no me devuelves el favor?

Lo compensamos con todo el trabajo que hice aquí. Me usaste como pastor, niñera, cargador, granjero y limpiador. ¿Tienes conciencia?

¿De qué hablas? Eso fue el precio de todo lo que comiste, bebiste, vestiste y usaste aquí. ¿Te crees un estafador con esos cálculos? No puedes vivir así. Cuando salgas del Castillo de Maron, deberías agradecerme cada mañana y noche en tus oraciones. Y ni así será suficiente.

Disculpe… ¿podría ayudarme a salir de aquí cuanto antes?


Con una expresión suplicante, Quentin miró a Maris y a su asistente. El asistente se echó a reír y respondió que sí, luego le dijo a Quentin que, si tenía algo que empacar, lo ayudaría.

Mientras Quentin se alejaba, resoplando de indignación, le grité a su nuca:


¡Oye! ¡No te lleves nada mío! ¿Recuerdas que entraste aquí con lo puesto? ¡Si sigues desobedeciéndome, te voy a desnudar y te echaré fuera sin nada!

¡No volveré jamás a este sitio contaminado! ¡Mejor ni tener trato contigo!

¡Maldito ingrato!

¡Me voy, me voy! ¡Voy a salir de esta casa para siempre!

¡Perfecto! ¡Una boca menos que alimentar!


Ah… ¿Habré sido demasiado sincero con ese último comentario? Desde que andaba con Campanilla, hasta su forma de hablar se volvió así de escandalosa.

Maris, que había permanecido en silencio, comentó con una sonrisa:


Parecen llevarse bien. Al principio, nunca imaginé que se adaptaría tanto.

¿Esto te parece llevarse bien?

Sí. Se ve que se llevan muy bien. Como crecí sin hermanos, nunca tuve la oportunidad de discutir con alguien así. Si Asta hubiera seguido en el palacio, ¿habríamos sido como tú y Quentin?

No.

Ustedes no tienen alma, no puede ser.


Después de eso, todos nos reunimos a comer. Fatima, harta de jugar a ser doncella, de repente volvió a ser cocinera y preparó un festín.

Al ver la torre de fresas apiladas hasta casi romper la mesa, sonreí con indulgencia y senté frente a ella a Maris y su asistente.


—Come fresas.

—¿Por qué hay tantas fresas...?

—No puedes irte a casa hasta que las termines todas.


Los habitantes del territorio se turnaban para despedirse de Quentin, ya que iba a regresar al castillo real de Holt.

La mayoría le deseaba salud, que se convirtiera en un buen rey o que volviera a visitarlos. En especial, Sevrino parecía dispuesto a darle una cátedra completa sobre el arte del gobierno hasta que se indigestara, así que tuve que meterle una fresa gigante en la boca para que se callara.

Reikart le habló a Quentin, que comía con expresión de fastidio.


—No te preocupes demasiado por el loco que está encerrado en el Ministerio. Cuando te enfrentas a un loco, solo tienes que actuar aún más loco que él.

—Tomaré como referencia a la gente de aquí.

—Bien.


Bien, ¿qué?

Campanilla, sentada junto a Quentin, le susurró con sigilo.


—Aunque te conviertas en rey, no puedes hacer como si no nos conocieras. Eso sería peor que ser una bestia. Hasta los animales saben reconocer la gratitud, como naciste humano, no puedes olvidar que fuimos nosotros quienes te dimos de comer, te dimos un techo y te vestimos. ¿Verdad? Y la gratitud siempre se paga con bienes materiales. ¿Escuchaste lo que dijo Fatima?

—Ah, ya entendí, así que basta.

—No nos cobres aranceles, ni peajes. Nunca invadas nuestro territorio. ¿Entendido? ¿Lo entendiste?

—¡Sí, sí, ya entendí!


Cuando Quentin, molesto, finalmente explotó, Campanilla me guiñó un ojo. Yo le devolví el gesto en señal de aprobación.

Cuando lo trajimos, parecía un lastre. Pero ahora que está a punto de irse, aún sin haberlo echado, me siento extrañamente vacío. Mirando su pequeña bolsa de viaje y la enorme cantidad de regalos que los aldeanos le habían preparado, le dije:


—Dime una cosa que quieras llevarte.

—¿Eh?

—De todo lo que hay en este castillo, dime algo que te gustaría tener. Seré generoso y te daré una cosa.


Incluso si me pedía una antigüedad de la bóveda subterránea, estaba dispuesto a dársela. Aunque fuera un mocoso maleducado, al fin y al cabo, había vivido aquí conmigo un tiempo. Regalarle un tesoro no me costaba nada.

Quentin, con el rostro iluminado, me preguntó:


—¿De verdad? ¿De verdad me lo darás? Entonces, ¿puedo llevarme eso?

—¿Qué? ¿Qué cosa?

—¡Eso!


Lo que Quentin señalaba era la figura de proa del bote que habíamos sacado del Lago Negro.

Mitad humano, mitad lagarto, con escamas, pelo y alas. Un quimérico monstruo, como si un demonio y un dinosaurio hubieran tenido una historia de amor trágica y de ahí hubiera nacido esa aberración.

Cuando era niño, decía que le daba miedo soñar con ella. Así que, ¿por qué querría llevarse justo eso? Cuando le pregunté, Quentin desvió la mirada y murmuró:


—Porque tiene recuerdos.


¿Qué recuerdos?

¿El recuerdo de cuando pensó que me estaba ahogando y me abrazó sollozando?

Mira este niño, haciendo cosas adorables.


—Si te llevas eso, el profeta podría aparecer en tus sueños cada noche y darte solo profecías funestas.

—¡Ah, deja de asustarme!

—Tú dijiste que era un profeta legendario y que no debía llamarlo monstruo. Es una estatua tan impresionante que, si la pones junto a tu cama, cada noche aparecerá en tus sueños y...

—¡Ah, basta! ¡Para ya!


Reí con malicia y cargué yo mismo la figura de proa en la carreta de Quentin. Cuando los flacos brazos de alguien como yo levantaron esa pesada estatua con facilidad, Maris y su asistente se sorprendieron.

Les dije que soy fuerte.


—Adiós a todos.


Con la barbilla en alto, Quentin habló con arrogancia. Igual que el día que llegó, tenía la actitud de un noble altivo. Pero, a diferencia de entonces, ahora los aldeanos lo miraban con cariño.

Yo también le hablé con altivez.


—No te pongas engreído. Si te echan, vuelve. Ahora puedo mantener a un mocoso como tú.

—¡No voy a volver!

—Cuando lo hagas, limpia el gallinero.

—¡Vámonos ya!


Sus apresuradas palabras tenían un deje de temblor. Sus ojos enrojecidos y su voz temblorosa hicieron que su asistente dudara, sin saber qué hacer.

Yo, que soy un adulto delicado y considerado con el orgullo de un adolescente de sangre real, grité a todo pulmón:


—¡Viva Príncipe Quentin!

—¡En el nombre de Maron!


¿Eh? ¿Por qué dices eso ahora?

Le lancé una piedra en la cabeza mientras se alejaba.

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