BATDIV 39








BATALLA DE DIVORCIO 39



Daisy. Daisy Therese, la mujer que vino a mí y se convirtió en Daisy von Waldeck.

Aunque solo fue un matrimonio por el título, muchos a su alrededor le advirtieron que no se casara con ella.

La razón era simple: el origen de su esposa era desconocido. Pero Maxim von Waldeck no tenía intención de casarse con nadie más.

No, en realidad, había exigido el título como recompensa por ir a la guerra con el propósito de casarse.


—Ah, por cierto… ¿Sabes qué es el "sabor del cielo"?

—¿El "sabor del cielo"? Ah, ¿se refiere acaso a la pastelería de la Octava Avenida?


Maxim hizo una pregunta inusual para él. A pesar de lo metafórico del nombre para un pastel, su asistente entendió de inmediato a qué se refería.


—¿Es un lugar tan famoso?

—Sí, en la capital son pocos los que no lo conocen.

—Ya veo.

—Pero… ¿por qué de repente habla de pasteles?


Al principio pensó que era una pregunta sin sentido, pero al escuchar que era un sitio tan famoso, se alegró de haberlo preguntado. Maxim decidió llevar a cabo algo que solo había considerado vagamente.


—Quiero contratar al chef de ese lugar. Negocia cuánto costaría que deje su trabajo y venga a Waldeck.

—¿Solo mientras permanezca en la capital?

—No, en exclusiva. Una vez termine mi estadía aquí, se vendrá a la finca. A cambio, no podrá compartir sus recetas con nadie más. Paga lo que pida.


El asistente abrió ligeramente los ojos, sorprendido por la inesperada orden.


—Entendido, señor. Pero…

—¿Qué?

—¿Le gustan los dulces?

—Hoy estás haciendo muchas preguntas innecesarias.

—Lo siento.


El asistente inclinó la cabeza en señal de disculpa.


—No es que me gusten, simplemente creo que serán necesarios.


Maxim sonrió levemente.


—Además… me siento un poco inquieto.


¿Inquieto?

Este era un hombre que, a pesar de estar al borde de una guerra que todos consideraban una sentencia de muerte, nunca había mostrado la más mínima preocupación.

Aunque le parecía extraño, el asistente no se atrevió a preguntar más. Esa era una de las reglas no escritas al servir a Maxim von Waldeck.

Quien hizo la siguiente pregunta fue Maxim.


—¿Tú te casaste por amor?


El asistente dudó por un momento. Había estado a su lado durante mucho tiempo, pero nunca antes le había preguntado algo tan personal.


—Sí. Me enamoré a primera vista y la perseguí hasta que aceptó.

—Ya veo… ¿Y qué les suele gustar a las mujeres?

—¿Perdón?


Sorprendido, el asistente repitió la pregunta sin darse cuenta y enseguida se sobresaltó.


—¡Disculpe! No debí haber… Corregiré mi actitud.

—Está bien.

—Bueno… No hay nada especial. Flores, pequeños regalos…

—Está bien, puedes retirarte.


Su superior estaba siendo inusualmente indulgente hoy, pero el asistente no hizo comentarios al respecto.

Mientras salía de la oficina, se detuvo un momento y se giró.


—Ah, también… cartas. Le enviaba cartas de amor todos los días, sin falta.

—¿Cartas? ¿Tanto tenías que decirle?

—No, solo eran cosas cotidianas.

—Explícate mejor.


¿Le está preguntando por el contenido de las cartas de amor?

Era una pregunta peculiar, pero el asistente decidió dar más detalles.


—Bueno, cosas como… si ya había comido, si había dormido bien, el clima del día… Evitaba palabras demasiado grandiosas porque podían ser abrumadoras.

—Hmm.


Maxim quedó pensativo.


—Lo importante no es el contenido, sino mostrar que siempre estás pensando en la otra persona, aunque no estés a su lado.


Así que incluso este hombre de sangre fría se preocupa por algo así… Nunca lo había visto acercarse a ninguna mujer. Pero desde que se casó, parece que ha cambiado un poco.

El asistente pensó para sí mismo.


—Aunque más que las cartas en sí, creo que lo que realmente importa es el tiempo que pasas acumulando esos pequeños momentos.


El poder del tiempo.

Al escuchar esas palabras, Maxim sonrió de lado.

















⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

















Maxim estaba en su despacho vacío, mirando fijamente el techo sin pensar en nada.

De repente, recordó el colgante que siempre llevaba al cuello.

Después de juguetear con el colgante durante un rato, de pronto lo abrió. En su interior, observó la imagen de su esposa en silencio.

'Al fin y al cabo… ¿qué importa lo que les guste a las demás mujeres? Lo importante es lo que te gusta a ti'


—¿Qué es lo que te gusta, Izzy?


Murmuró para sí mismo mientras trataba de recordar.

A Izzy le gustan los pasteles.

No es una niña, pero si nadie la detuviera, viviría comiendo dulces todo el día.

Tiene la boca pequeña, así que siempre se mancha mientras come. Y aun así, cuando le preguntaba si había comido más, ponía cara de inocencia y fingía que no.

Le encanta comer, pero se indigesta con facilidad. Siempre decía que no le daba vergüenza, pero usaba ropa interior que le quedaba pequeña de manera testaruda.

A Izzy también le gustan las flores silvestres. En especial, las margaritas. Tanto, que ella misma eligió llamarse Daisy.

Más que un costoso ramo de rosas encargadas en una floristería, prefería un sencillo manojo de margaritas recogidas en el campo.

Las rosas tienen espinas. Los ramos caros la ponen nerviosa porque teme estropearlos. Al menos en el instante en que mira las flores, quiere sentirse en paz.

Por eso, el día de la boda, Maxim preparó con sus propias manos un ramo de shasta daisies en lugar de un costoso bouquet.

Últimamente, Izzy se va a la cama más temprano de lo normal.

Seguramente, después de aquella noche, le resulta incómodo encontrarse con él. Había tratado de contenerse, pero su corazón se adelantó y terminó acorralándola.

Por mucho que intentaba ir con calma, la impaciencia le ganaba. Sentía que tenía que decirle algo grandioso, que tenía que provocarla solo para ver cómo reaccionaba, para confirmar que ella estaba ahí, con él.

Maxim reconocía que estaba actuando como un niño caprichoso. Como si hiciera berrinches con alguien que no comprendía nada. Pero, aun así, no podía detenerse.

Temía que, aunque la tuviera entre sus brazos, desapareciera.

Que, como si nunca hubiera existido, se desvaneciera de su vida.

Todo sobre ella le generaba una ansiedad insoportable.


—Dímelo.


Por favor, dímelo, Izzy.

¿Qué es lo que te gusta? ¿En qué estás pensando ahora? Quería saberlo todo, sin dejar nada fuera.

¿Cuánto tiempo más tendré que acumular para que te quedes a mi lado?


—¿Y ahora con qué excusa has aparecido?


Por supuesto, la mujer del retrato no le respondería. Pero Maxim llevaba mucho tiempo haciéndose la misma pregunta una y otra vez.

Izzy, ¿quién eres en realidad?


—Cartas de amor, ¿eh…?


¿Qué debería escribir? No debía ser algo grandioso, sino palabras simples y cotidianas.

Maxim sacó un papel de carta y tomó la pluma.

















⋅•⋅⋅•⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅∙∘☽༓☾∘∙•⋅⋅⋅•⋅⋅⊰⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅⋅•⋅

















Necesito un divorcio rápido y una fuga inmediata.

Aquella noche, Daisy llegó a una única conclusión.

Misión o no, si seguía posponiéndolo y aguantando, probablemente no viviría lo suficiente para ver el final.

El matrimonio de Gran Duque Waldeck ya estaba completamente roto.

Daisy von Waldeck recordó las coloridas palabrotas que le había lanzado a su esposo.



—¡Solo mételo! ¡Empuja, sacúdete, acaba y termina de una vez, joder!

—¡Maldito perro en celo!

—¡Pervertido de mierda!



¿Quién demonios se atrevería a hablarle así a un héroe nacional, o peor aún, a su propio marido? No quedaba ni un rastro del respeto mínimo que debería existir entre una pareja. De hecho, esas palabras ni siquiera serían apropiadas para hablarle a una mascota.

¿Y solo fueron insultos?

Daisy von Waldeck le abrió el labio a su esposo con un cabezazo sorpresa, se atrevió a atarlo, incluso lo montó. Tuvo la osadía de apuntarle con un revólver y, de no haberse contenido, podría haberle volado la cabeza. Sin duda, era la peor esposa imaginable.

Por mucho que lo pensara, esa relación no tenía salvación.

Desde aquella noche, ella y Maxim se habían distanciado.

Bueno, ni siquiera habían intercambiado una palabra. Daisy se aseguraba de estar dormida antes de que su esposo regresara a casa, así que ni siquiera se cruzaban. Y la verdad, prefería que fuera así.

El Día D estaba fijado para el baile de celebración del regreso de los héroes, organizado por la realeza. Tal vez no lograría un divorcio inmediato esa misma noche, pero al menos sería un punto de inflexión para acabar con ese matrimonio.

Para eso, necesitaba un plan meticuloso.

En ese momento, Daisy estaba compartiendo con su tía política la lista de "posibles amantes futuras" que había conseguido de las empleadas del salón de modas.


—¿Esta información es confiable?

—Sí. Las trabajadoras del salón escucharon estos rumores directamente durante sus visitas a domicilio, así que no creo que sean simples chismes.

—Hmmm…


La antigua Gran Duquesa ajustó sus gruesas gafas y repasó la lista con atención.

Daisy, conteniendo la respiración, también recorrió con la vista cada nombre en la lista.

'Que al menos una de ellas funcione… por favor.'

Todas esas mujeres deseaban a Maxim. Con que solo una de ellas lograra llamar su atención, sería suficiente.

Daisy no sentía la más mínima culpa por pasarle su desastroso esposo a otra.

No lo veía como un simple juego de "pasar la bomba".

Esto era, en cierto modo, un servicio a la comunidad.

Si lo pensaba bien, para una mujer que lo deseara, Maxim era el esposo perfecto: guapo, rico y con el prestigio de ser un héroe nacional.

Y eso no era todo. Además de su encanto natural, poseía… un atributo físico considerablemente grande y una resistencia excepcional. Si tan solo cerrara esa boca sucia, cualquier mujer podría considerarlo el hombre ideal con los mejores genes dorados para la descendencia.

Además, ella lo entregaría sin siquiera haber consumado el matrimonio.

Sin maldiciones de "¡que todos tus descendientes sean calvos para siempre!". Sin venganzas. Incluso les desearía una vida feliz.

¿Dónde más en el mundo se podría encontrar una exesposa tan generosa?


—¿Qué le parece, tía?

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