PLPMDSG 150





POR LA PERFECTA MUERTE DE SEÑORA GRAYSON 150



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En total, solo había tomado el tren unas tres veces en su vida. Así que, con hoy, se podría decir que sumaban cuatro.

Cuando llegaba esta época del año, la Gran Duquesa, al igual que otros nobles, acostumbraba a ir a una provincia con un clima menos bochornoso que la capital para pasar el verano y evitar el calor. Naturalmente, Sasha la acompañaba.

La Gran Duquesa odiaba el tren. A menos que las circunstancias lo hicieran inevitable, siempre insistía en viajar en carruaje, y la irritaba especialmente el ruido del tren. Lo que más aborrecía era el hecho mismo de meter a docenas de personas apiñadas en un espacio largo y estrecho.

Ni siquiera los vagones privados del tren, que estaban rigurosamente separados, eran una excepción, y Sasha se las veía negras para lidiar con el mal humor de la Gran Duquesa. No tenía tiempo para disfrutar de la comodidad del viaje, superior a la del carruaje, o del paisaje que pasaba a toda velocidad por la ventana.

Sasha se sentó en su asiento y miró por la ventana. A diferencia de las pequeñas ventanas del carruaje, la del tren era mucho más grande y, por supuesto, el paisaje se veía mucho mejor. El sol brillaba tan intensamente sin filtro que Sasha tuvo que fruncir el ceño.

Al ver esto, Señorita Iver, la ama de llaves, que estaba a punto de bajar la cortina, se detuvo, pues consideró que Sasha parecía estar disfrutando como una niña. Al ver a Sasha observando el exterior con entusiasmo, a pesar de tener que entrecerrar los ojos por el sol, se sentó de nuevo en su lugar.


—¿Es la primera vez que toma un tren?

—Ah, no es la primera vez. Lo he tomado algunas veces, pero nunca con tanta tranquilidad como ahora.


Cuando Sasha respondió con indiferencia, Señorita Iver la miró fijamente con una expresión indescifrable.

Sin embargo, su mirada, que podría haber parecido descortés, duró solo un instante, y ella rápidamente recompuso su expresión.

El paisaje exterior volvió a cambiar. El tren ya se había alejado incluso de los pequeños pueblos con casas dispersas, y afuera solo se veía verde y gris.

En ese momento, se escuchó un golpe en la puerta. Cuando Sasha respondió, una mujer de complexión adecuada, empujando una bandeja llena de bocadillos, se detuvo frente a ellos. Sasha, que siempre tenía que dejar pasar el servicio cuando estaba con la Gran Duquesa, sacó con gusto su billetera y pagó dos paquetes de galletas y dos tazas de té.

La puerta volvió a cerrarse con un chirrido y Sasha tomó un paquete de galletas. 

Mientras tiraba obstinadamente del extremo de la cuerda para abrir el paquete, sellado de una manera que le resultaba incomprensible, Señorita. Iver extendió la mano para pedirlo. Señorita Iver desató hábilmente el nudo y le devolvió a Sasha la bolsa de galletas. 

No era gran cosa, pero el gesto, excesivamente familiar, le resultó un poco extraño a Sasha. Tan extraño que hasta se sintió un poco incómoda.

Sasha dio las gracias y guardó el otro paquete para dárselo a Wilson, que estaba afuera.


—¿Cómo es Millpond?


Sasha preguntó mientras le ofrecía a Señorita Iver la porción de galletas. Sí. Se dirigían a Millpond.

Un pueblo muy rural, lejano de la capital. Se dirigían al lugar donde el Sr. Marlborough había vivido con Aileen, la verdadera Sasha.


—Es un lugar tan rural que no se puede comparar con Goldington. Incluso después de bajarse en la estación, hay que seguir en carruaje por un buen rato. Hay muchos árboles, así que es fresco en verano, pero es una zona montañosa muy accidentada, así que no se utiliza como lugar de vacaciones.

—¿El Sr. Marlborough vivió allí todo el tiempo?


Señorita Iver sostenía la galleta en la palma de su mano sin siquiera probarla.

Ella asintió.


—Sí. El amo nació y creció allí. Como suele ocurrir con los hijos de terratenientes rurales, asistió a la escuela en una ciudad lejana. Cuando creció, fundó una fábrica de fósforos en la ciudad con su amigo, pero un día de repente dejó el negocio y regresó a su pueblo natal.


Señorita Iver comenzó a relatar la historia lentamente. Estaba usando el idioma Serman, tal como cuando testificó en el tribunal hace unos días, pero a diferencia de aquella ocasión, hablaba con bastante fluidez, sin tartamudear ni arrastrar la pronunciación. Era una diferencia notable, incluso dejando de lado el nerviosismo.

La institutriz extranjera no había mostrado una diferencia excesiva desde que conoció a Sasha. Había vivido en el país el tiempo suficiente para no solo dominar el idioma con fluidez, sino también para absorber la etiqueta y los hábitos arraigados en la gente de este país.


—En fin, incluso después de regresar a su pueblo, él continuaba yendo a Goldington periódicamente. Para encontrarse con sus amigos. Y ese día, en lugar de traer los dulces de la ciudad como de costumbre, trajo a una niña. Dijo que la niña estaba parada sin más donde paraban los carruajes de posta. Él iba a llevarla con la policía de la zona, pero la niña se agarró a sus pantalones y lloró diciendo que de ninguna manera.


A pesar de que Sasha solo le hizo una pregunta sencilla, Señorita Iver comenzó a desarrollar la historia con detalle, como si supiera lo que Sasha iba a preguntar. Mucho más detallado que cuando respondió a las preguntas que le hizo para obtener pruebas cuando la vio por primera vez.


—La señora principal se enojó tan pronto como vio a la niña que traía. Por la ropa que llevaba puesta y la forma en que hablaba, parecía ser la hija de una casa importante. Pero la niña era un poco extraña. No lloraba como una niña, sino que observaba con recelo, y solo cuando no quedaba nadie cerca, se escondía en un rincón y sollozaba, o murmuraba tonterías. Yo escuchaba todo eso desde afuera de la puerta…

—…

—Para decirlo sin rodeos, era una niña que parecía un poco loca a pesar de su apariencia elegante. A una edad tan temprana. Se mostraba dócil todo el tiempo, pero si intentabas cambiarle la ropa con la que había llegado, se acostaba de espaldas en el suelo como una protesta. Si intentabas abrir la maleta que traía, te atacaba con los ojos desorbitados. Ella tenía muchas otras cosas que detestaba. Tenía miedo de montar en carruaje, por lo que no podía salir lejos, y le aterraba el agua, por lo que el amo tuvo grandes dificultades cuando intentó llevarla a jugar al lago.


Cerró los ojos y al abrirlos, se dio cuenta de que el ambiente se había oscurecido. Era debido a las nubes que se habían amontonado sobre el tren en ese corto tiempo.

Ahora ya no necesitaba evitar la luz intensa del sol, y podía disfrutar del paisaje exterior con comodidad.


—Esa niña era en verdad, en verdad extraña, Señora Finscher. A veces actuaba como una demente y otras se volvía tan recatada como una niña excesivamente precoz. Y otras veces, simplemente gritaba y lloraba diciendo que todo le daba miedo. El estado de ella en ese momento era realmente…, extraño, pero el amo la acogió y la cuidó con amor. La niña se calmó recién después de unos años. Y entonces…


Señorita Iver continuó la historia con calma.


—Vino un extraño con un rostro desconocido. Un hombre mayor que hablaba con acento de la capital. La Señora Principal, naturalmente, pensó que venía a buscar a la niña que habían traído de la capital, así que lo dejó entrar de inmediato… Pero, la niña…

—…Continúe, Señorita Iver.

—…La niña se desmayó en cuanto vio al hombre. La enfermedad mental que apenas había logrado curar a lo largo de los años volvió a manifestarse. El hombre tuvo que marcharse sin remedio. Pero, a pesar de que era obvio que conocía a la niña, se negó rotundamente a decirle a la Señora Principal y al amo quién era la niña o quién era él.


Señorita Iver sostenía una galleta que no se comería y rompió un pequeño trozo de una esquina.

A Sasha no le resultó difícil adivinar quién era el hombre. Sin duda, era Teodoro.

El sirviente que la anciana había apreciado más en vida. El sirviente que se encargaba de todos los trabajos ingratos en la Mansión Dilton y que conocía todos los asuntos de su dueña.


—Creímos que se iría sin decir nada, pero venía y merodeaba al menos una vez a la semana. El hombre. Ya no se acercaba a la niña como antes, pero seguía rondando la casa. Y entonces… llegó esa anciana. La mujer que decía ser la abuela original de la niña.


Dijo que la niña tenía apenas diez años. Era el momento en que la Gran Duquesa había traído a la impostora, idéntica a su nieta, y actuaba con indiferencia. Si lo pensaba bien, la Gran Duquesa había estado en un estado de inquietud extrañamente constante durante los años posteriores a traer a Sasha.

A veces trataba a Sasha como a su verdadera nieta, como si intentara aliviar su ansiedad, y otras veces la rechazaba y la hería como si sintiera desprecio por sí misma. Después de ser herida varias veces, Sasha, cansada de que la anciana jugara a la esperanza, cerró su corazón por completo.

Ahora que lo pensaba, el cambio de actitud de la anciana, que era casi bipolar, se había vuelto consistentemente indiferente en algún momento, y al escuchar esta historia, se dio cuenta de que era porque había encontrado a su verdadera nieta.

Sasha comenzó a encajar una a una las piezas de un rompecabezas que nunca se había atrevido a armar.


—¿Cómo reaccionó la niña al ver a su abuela?


Sasha preguntó, ofreciéndole su propia taza de té a Señorita Iver, que había guardado silencio como para tomar un respiro.

Señorita Iver miró a Sasha con un rostro de nuevo inexpresivo. Una mirada penetrante de la que no se podía adivinar su interior. Sin embargo, no era una mirada de lástima.

También era una mirada algo familiar. Sí. Era similar a lo que la anciana sentía a veces cuando miraba a Sasha. Señorita Iver estaba proyectando a alguien más en Sasha en ese momento.


—La niña tenía solo diez años entonces, Señora Finscher.


Dijo Señorita Iver mientras bebía su té.


—Pero en cuanto vio a esa mujer, la señaló con el dedo allí mismo. Lloró a gritos, preguntándole por qué había abandonado a sus padres. Y luego comenzó a gritarle que se fuera.

—…¿Abandonado?


Señorita Iver asintió.


—Sí. Siguió diciendo eso. Señora Finscher, lo que más recuerdo es la expresión del rostro de esa mujer. Esa anciana que, tan pronto como se bajó del carruaje, nos miró con superioridad, como si entrar a nuestro jardín fuera su derecho. Esa persona que parecía tan altiva, como si nunca se hubiera inclinado ante nadie en su vida, se arrodilló, lloró amargamente y se disculpó cuando la niña la señaló.



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